JACOBO Osadías y Félix estaban sentados al pie de la torre de la catedral, que se levantaba en el cielo de la noche como una gigantesca pared rocosa con múltiples salientes. Los dos tenían la cabeza muy levantada y miraban en silencio hacia arriba.
Al cabo de un rato, el cuervo carraspeó.
—Allí arriba —dijo— vivía en otro tiempo una lechuza que era conocida mía. Se llamaba hermana Bubú. Era una anciana simpática. Tenía ideas un poco extrañas sobre Dios y el mundo; por eso prefería vivir sola y no salía más que de noche. Pero sabía un montón de cosas. Si estuviera aún aquí, podríamos pedirle consejo.
—¿Pues dónde está ahora? —preguntó el gato.
—Ni idea. Emigró porque ya no aguantaba la contaminación. Siempre fue un poco melindrosa. Es posible que haya muerto hace tiempo.
—Es una lástima —dijo Félix. Y al cabo de un rato añadió—. Tal vez la molestaban los toques de campana. Allí arriba, tan cerca, tienen que ser increíblemente fuertes.
—No creo —opinó Jacobo—. El toque de campanas no ha molestado nunca a una lechuza.
Y luego repitió pensativo:
—El toque de campanas…, espera…, el toque de campanas.
Súbitamente dio un salto y chilló a voz en grito:
—¡Eso es! ¡Ya lo tengo!
—¿Qué? —preguntó asustado el gato.
—Nada —respondió Jacobo, de nuevo en voz baja, y metió la cabeza entre las alas—. No sirve. No tiene ningún sentido. Era una tontería. Olvídalo.
—¿Qué? ¡Dilo!
—Me acaba de venir una idea.
—¿Qué idea?
—Bueno, he pensado que sería posible hacer que las campanas de San Silvestre sonaran antes, ahora mismo, ¿entiendes? Así el ponche mágico perdería su poder de inversión. Porque ellos mismos han dicho que el primer toque del repique de Año Nuevo basta para eso. ¿Lo recuerdas? Así, de sus deseos engañosos no saldrían más que cosas buenas. Eso es lo que pensaba.
El gato miró perplejo al cuervo. Le costó un rato comprender. Pero, luego, sus ojos comenzaron a brillar.
—Jacobo —dijo con admiración—, Jacobo Osadías, viejo amigo, creo que eres realmente un genio. ¡Ésa es la salvación! Por eso puedo entusiasmarme de verdad.
—Estaría bien —rezongó huraño Jacobo—. Sólo que no es posible.
—¿Pero por qué no?
—Bueno, ¿quién va a tocar las campanas?
—¿Quién? ¡Tú, naturalmente! Vuelas ahora mismo a la aguja de la torre y tocas. Eso es un juego de niños.
—¡Sí. diablos! ¡Un juego de niños dice éste! ¡Tal vez de niños gigantes! ¿Has visto alguna vez de cerca una campana como ésas, infeliz?
—No.
—¡Pues entonces! Son tan grandes y tan pesadas como un camión. ¿Crees que un cuervo puede balancear un camión, si encima tiene reumaticismo?
—¿No hay campanas más pequeñas? No importa cuál sea.
—Escucha, Félix: incluso la más pequeña es más pesada que una cuba de vino.
—Entonces tendremos que intentarlo entre los dos, Jacobo. Entre los dos lo lograremos, no te quepa duda. ¡Vamos! ¿A qué esperas?
—¿Adonde quieres ir, mentecato?
—Tenemos que entrar en la torre y llegar a donde cuelgan las cuerdas de las campanas. Si tiramos los dos con todas nuestras fuerzas, lo lograremos.
Llevado de su entusiasmo por las grandes gestas, Félix echó a correr en busca de una puerta de acceso al interior de la torre de la catedral. Jacobo voló tras él renegando y protestando, y trató de explicarle que hoy no se tocan las campanas con cuerdas y a mano, sino con motores eléctricos y apretando botones.
—Tanto mejor —respondió Félix—. Entonces sólo necesitamos encontrar el botón.
Pero esta esperanza resultó vana. La única puerta de acceso a la torre de la catedral estaba cerrada. El gato se colgó del enorme picaporte de hierro, pero sin éxito.
—¿Lo ves? ¡Ya te lo decía yo! —comentó el cuervo—. Desiste, gatito. Lo que no puede ser, no puede ser.
—¡Puede ser! —dijo Félix fieramente resuelto, y levantó la mirada hacia la torre—. Si no es por dentro, por fuera.
—¿Qué quieres decir? —gritó Jacobo, despavorido—. ¿Pretendes subir a esa torre trepando por la pared? ¿Y con este viento? ¡Te falta algún tornillo!
—¿Tienes alguna idea mejor? —preguntó Félix.
—En todo caso tengo clara una cosa —respondió el cuervo—: que eso es lisa y llanamente una locura descabellada. Y no pienses que yo voy a colaborar en una cosa así.
—Entonces tendré que hacerlo solo —dijo Félix.