LOS dos animales estaban solos, sentados frente a frente. El cuervo observaba al gato, y el gato observaba al cuervo.
—¿Qué pasa? —preguntó Jacobo al cabo de un rato.
—¿Qué va a pasar? —bufó Maurizio.
El cuervo volvió a hacerle un guiño.
—¿No has cogido onda, colega?
Maurizio estaba desconcertado, pero no quería admitirlo. Por eso dijo:
—Cierra el pico. ¡Nada de chácharas! Así lo ha ordenado mi maestro.
—Pero ahora no está aquí —insistió Jacobo—. Ahora podemos hablar con franqueza.
—No intentes congraciarte conmigo —respondió Maurizio muy serio—. No te esfuerces. Eres un insolente y no tienes categoría. Me caes mal.
—Yo no caigo bien a nadie; a eso ya estoy acostumbrado —respondió Jacobo—. Pero ahora tenemos que ayudarnos mutuamente. ¡Ésa es nuestra misión!
—Cállate —refunfuñó el gato con voz ronca, y trató de adoptar un aspecto amenazador—. Ahora vamos a mi habitación. Salta, y no intentes escaparte. ¡Vamos!
Jacobo Osadías contempló a Maurizio con un expresivo movimiento de cabeza y preguntó:
—¿Eres tan imbécil, o sólo finges serlo?
Maurizio no sabía cómo actuar. Desde que estaba solo con Jacobo, el cuervo le parecía mucho más grande, y su pico, más puntiagudo y más peligroso.
Involuntariamente, arqueó el lomo y erizó el bigote. El pobre Jacobo, que tomó esto por una amenaza seria, sintió en las sienes los latidos del corazón. Voló sumisamente al suelo.
El pequeño gato, sorprendido por el efecto de su gesto, saltó tras el cuervo.
—Si no me haces nada, yo tampoco te hago nada —cloqueó Jacobo, y se acurrucó.
Maurizio adoptó una actitud arrogante.
—¡Adelante, forastero! —ordenó.
—¡Está bien! ¡Se acabó! —graznó Jacobo con resignación—. ¡Ojalá me hubiera quedado en el nido con mi Clara!
—¿Quién es Clara?
—¡Ah! —exclamó Jacobo—. Mi pobre esposa.
Y comenzó a caminar sobre sus frágiles patas. El gato lo siguió.
Cuando llegaron al largo y oscuro pasillo en que se hallaban los tarros, Maurizio, que había reflexionado entretanto, preguntó:
—¿Por qué me llamas colega?
—¡Maldita sea la soga del ahorcado! Porque somos colegas o, al menos, lo fuimos un día, creo yo.
—Un gato y un pájaro nunca son colegas —declaró Maurizio con altivez—. No sueñes, cuervo. Los gatos y los pájaros son enemigos naturales.
—Naturalmente —corroboró Jacobo—. Quiero decir que naturalmente eso sería propiamente natural. Pero, naturalmente, sólo cuando la situación es natural. En situaciones no naturales, los enemigos naturales son a veces colegas.
—¡Alto! —dijo Mauricio—. No entiendo una palabra. Explícate con más claridad.
Jacobo se detuvo y miró a su alrededor.
—También tú estás aquí como agente secreto para observar a tu maestro, ¿o tal vez no?
—¿Cómo? —preguntó Maurizio, ahora totalmente desconcertado—. ¿Lo eres tú también? Pero ¿por qué envía el Consejo Supremo otro agente a esta casa?
—No, a esta casa no —respondió Jacobo—. A mí no me han enviado aquí. ¡Ah! Tus malas entendederas me están sacando de mis casillas. En suma: yo soy espía en casa de mi madam bruja, igual que tú en casa de tu mousiur mago. ¿Lo has entendido ahora?
Maurizio se sentó, pasmado de asombro.
—¿Es eso cierto?
—Tan cierto como que yo soy un ave de mala suerte —suspiró Jacobo—. Y hablando de otra cosa: ¿tendrías algo que objetar si me rascara? Me pica desde hace un rato.
—¡Por favor! —respondió Maurizio moviendo una pata con gesto magnánimo—. No en vano somos colegas.