LA magia —lo mismo la buena que la mala— no es cosa fácil. Los profanos suelen creer que basta recitar cualquier fórmula secreta como «abra-cadabra» y, quizá, tener una varita mágica con la que uno acciona un poco como un director de orquesta. Con eso se lograría la transformación, la aparición o cualquier otra cosa.

Pero no es así. En realidad, cualquier clase de acción mágica es enormemente complicada: requiere conocimientos ingentes, gran cantidad de accesorios, materiales difíciles de conseguir y una preparación que puede durar días e incluso meses. Además, el trabajo es siempre sumamente peligroso, pues el más pequeño error puede tener consecuencias totalmente imprevisibles.

Belcebú corrió por las habitaciones y los pasillos de su casa buscando desesperadamente un medio para salvarse. Pero estaba convencido de que ya era demasiado tarde para todo. Gimió y suspiró como un alma en pena. Sus pasos retumbaban en el silencio de la casa. Sarcasmo no podía cumplir el contrato; por eso, ahora lo único que le preocupaba era salvar la piel, esconderse del ejecutor de la sentencia infernal en alguna parte o de algún modo.

Sin duda, podía transformarse, por ejemplo, en una rata, o en un perfecto monigote de nieve, o en un campo de ondas electromagnéticas (si bien en este caso podrían verlo en todas las pantallas de televisión de la ciudad como una alteración de la imagen). Pero sabía muy bien que así no engañaría al enviado de Su Excelencia Infernal. Él lo reconocería bajo cualquier figura.

También era inútil huir a alguna parte, por remota que fuera: al Sahara, o al Polo Norte, o a los picos del Tíbet, pues las distancias geográficas carecían de importancia para aquel visitante. Por un instante, el mago pensó esconderse en la catedral de la ciudad, detrás del altar o en lo alto de la torre; pero desechó esa idea inmediatamente porque no estaba seguro de que los funcionarios infernales tengan hoy dificultades para entrar y salir de allí a su antojo.

Sarcasmo recorrió apresuradamente la biblioteca, donde se apilaban unos junto a otros mamotretos antiquísimos y libros de consulta recién salidos de la imprenta. Ojeó los títulos que figuraban en el lomo de los volúmenes. Allí había obras como Eliminación de la conciencia. Manual para adelantados, o Directrices para envenenar fuentes, o Léxico enciclopédico de maldiciones y execraciones, pero nada que pudiera serle útil en su apurada situación.

Siguió pasando apresuradamente de una habitación a otra. Villa Pesadilla era un caserón gigantesco y tenebroso. Por fuera estaba llena de torrecillas y torreones oblicuos. Por dentro, llena de cuartos con múltiples rincones, de pasillos sinuosos, de escaleras desvencijadas, de bóvedas cubiertas de telarañas. Era tal como uno se imagina la casa de un auténtico brujo. El propio Sarcasmo había hecho en otro tiempo los planos de la vivienda, porque en el aspecto arquitectónico su gusto era más bien conservador. En los ratos de buen humor solía llamar a la villa su «pequeño y acogedor hogar». Pero, de momento, no estaba para esas bromas.

Ahora se encontraba en un largo y tenebroso pasillo en cuyas paredes había cientos y miles de grandes tarros colocados en altas estanterías. Era la colección que había querido enseñar al señor Oruga y a la que él llamaba su «Museo de Ciencias Naturales». En cada uno de los tarros se hallaba uno de los espíritus elementales capturados.

Había enanos, duendes, trasgos y elfos de todas las clases; además, ondinas y espíritus acuáticos con colas de pez de muchos colores, geniecillos del agua y sílfides, y hasta un par de espíritus del fuego, llamados salamandras, que se habían ocultado en la chimenea de Sarcasmo. Todos los recipientes estaban cuidadosamente etiquetados y rotulados con la denominación del contenido y la fecha de la captura. Todas estas criaturas se hallaban absolutamente inmóviles en su prisión, porque el mago las había sometido a una hipnosis duradera. Sólo las despertaba para hacer con ellas sus crueles experimentos.

Además, había entre ellas un pequeño monstruo particularmente repugnante: el llamado juzgalibros, que en lenguaje popular recibe también el nombre de sabidillo y quisquilla. Estos espíritus pequeños suelen pasar su vida poniendo reparos a los libros. Todavía no se ha logrado establecer con certeza para qué existen tales criaturas, y el mago conservaba aquel ejemplar con el propósito de descifrar el enigma mediante una observación prolongada.

En un momento determinado. Sarcasmo tuvo la seguridad de que, de algún modo, podría serle útil para sus fines. Pero ahora ya no le interesaba. Por mera costumbre, al pasar golpeaba aquí y allá con los nudillos la pared de un recipiente de cristal. Nunca se movía nada.

Por fin, llegó a un pequeño gabinete con un saledizo, en cuya puerta podía leerse:

MAURIZIO DI MAURO, CANTOR DE CÁMARA

La pequeña habitación estaba equipada con todo lo que en materia de lujo puede desear un gato mimado.

Había muebles viejos donde afilar las uñas, ovillos de lana y otros juguetes. Sobre una mesita baja había un plato con nata azucarada y bastantes más con diferentes bocados apetitosos. Había, incluso, un espejo de la altura de un gato, ante el que uno podía admirar su propia figura mientras se aseaba. El conjunto culminaba en una coqueta cestita en forma de cama con dosel, tapizada de terciopelo azul y con cortinas también azules.

En esa camita dormía acurrucado un gato pequeño y gordo. La palabra gordo se queda, quizá, un poco corta. En realidad, el gato estaba rechoncho como una bola. Y como tenía la piel de tres colores —parda, negra y blanca—, parecía un cojín repleto y ridículamente estampado, con cuatro patitas cortas y una cola birriosa.

Hacía más de un año que Maurizio estaba allí en misión secreta por encargo del Consejo Supremo de los Animales. Cuando llegó, estaba enfermo y desmedrado, y tan flaco que se le podían contar las costillas.

Al principio se comportó ante el mago como si simplemente hubiera buscado refugio en su casa, y le pareció que ese proceder era muy inteligente. Pero cuando advirtió que el mago no lo echaba de casa, sino que lo colmaba de mimos, se olvidó rápidamente de su misión. Y pronto llegó a sentir verdadero entusiasmo por el hombre. De todos modos, se entusiasmaba con bastante facilidad, particularmente por todo lo que constituía un halago para él o respondía a su concepción de un estilo de vida elegante.

—Las personas del mundo elegante —había dicho repetidas veces al mago— sabemos qué es lo que importa. Conservamos nuestra categoría incluso en las desgracias.

Ésta era una de sus frases favoritas, aunque no sabía muy bien qué significaba realmente. Un par de semanas más tarde, había contado al mago lo siguiente:

—Es posible que al principio me tomara usted por un gato callejero cualquiera. No se lo reprocho. Porque usted no podía imaginar que desciendo de un distinguido linaje de caballeros. En la familia di Mauro ha habido cantores famosos. Aunque usted tal vez no me crea, porque de momento tengo la voz un poco cascada —en realidad su sonido parecía más propio de una rana que de un gato—, yo también lo fui en otro tiempo y enternecí con mis canciones de amor los corazones más altivos. De hecho, mis antepasados eran de Napóles, de donde, como es sabido, proceden todos los grandes cantores. El lema de nuestro escudo es «Belleza e intrepidez», y todos los de mi estirpe estuvieron al servicio de la una o de la otra. Pero luego me puse enfermo. Casi todos los gatos de la región en que yo vivía enfermaron repentinamente. Al menos, todos los que habían comido pescado. Y a los gatos distinguidos les gusta comer pescado. Pero los peces tenían veneno porque el río del que procedían estaba contaminado. Entonces perdí mi maravillosa voz. Los otros murieron casi todos. Mi familia se encuentra ahora junto al Gran Gato del cielo.

Sarcasmo se había comportado como si la cosa le hubiera causado una profunda conmoción, aunque demasiado bien sabía por qué estaba contaminado el río.

Mostró a Maurizio una compasión inmensa y llegó a llamarle «héroe trágico». Eso le agradó sobremanera al pequeño gato.

—Si tú quieres y confías en mí —le había dicho el mago—, me cuidaré de tu salud y te devolveré la voz. Encontraré una medicina adecuada para ti. Pero has de tener paciencia, pues esas cosas requieren su tiempo. Y sobre todo deberás hacer lo que te diga. ¿De acuerdo?

Como es natural, Maurizio estuvo de acuerdo. Y a partir de aquel día siempre llamó a Sarcasmo «querido maestro». De la misión del Consejo Supremo de los Animales apenas volvió a acordarse.

Naturalmente, él no sospechaba que Belcebú Sarcasmo, por su espejo negro y por otros medios mágicos de información, había descubierto ya para qué le habían enviado el gato a casa. Y el Consejero Secreto de Magia había decidido inmediatamente aprovechar las pequeñas debilidades de Maurizio para neutralizarlo de una forma que, con toda seguridad, no levantaría sus sospechas. De hecho, el pequeño gato se sentía como en Jauja. Comía y dormía, y dormía y comía, y engordaba cada vez más y se hacía cada vez más comodón, hasta el extremo de que ahora ya era demasiado perezoso incluso para cazar ratones.

Pero ni siquiera un gato puede dormir ininterrumpidamente durante semanas y meses. Y así Maurizio se había levantado de cuando en cuando y había vagado por la casa sobre sus minúsculas patas y con una barriga que ahora casi rozaba el suelo. Sarcasmo había tenido que estar siempre alerta para que el gato no lo sorprendiera en una de sus perversas brujerías. Y eso lo había llevado a la desesperada situación en que ahora se encontraba.

Frente a la camita con dosel, contempló con deseos asesinos la estampada bola peluda que respiraba acurrucada en los cojines de terciopelo.

—¡Maldito bastardo —musitó—, todo es culpa tuya!

El gato comenzó a ronronear entre sueños.

—Como de todas formas estoy perdido —murmuró Sarcasmo—, voy a darme el gusto de retorcerte el pescuezo.

Sus largos y nudosos dedos se acercaron al cuello de Maurizio, el cual dio media vuelta sin despertarse, quedó echado sobre su lomo, separó del cuerpo las cuatro patas y ofreció tentadoramente su garganta.

El mago dio un paso atrás.

—No —dijo en voz baja—. No me serviría de nada. Además, para eso siempre hay tiempo.