EL mago se levantó y se quedó tieso como una vela.

Llamaron por segunda vez; en esta ocasión los golpes fueron fuertes y claros.

Maurizio había dejado de remover y observó ingenuamente:

—Maestro, creo que han llamado.

—¡Psiss! —siseó el mago—. ¡Silencio!

El viento sacudió las persianas.

—¡Todavía no! —chilló Sarcasmo—. ¡Por todas las armas químicas, esto no es un juego limpio!

Llamaron por tercera vez, ahora con bastante impaciencia.

El mago se tapó los oídos con las manos.

—Tienen que dejarme en paz. No estoy en casa.

Los golpes se transformaron en martillazos, y a través del silbido de la tempestad se oyó confusamente una voz ronca que parecía bastante irritada.

—Maurizio —susurró el mago—, mi querido gatito ¿tendrías la bondad de abrir y decir que he salido de viaje inesperadamente? Di sencillamente que he ido a casa de mi anciana tía Tirania Vampir para celebrar con ella la fiesta de San Silvestre.

—Pero, maestro —dijo sorprendido el gato—, eso sería lisa y llanamente una mentira. ¿Me pide realmente eso?

El mago levantó los ojos hacia el cielo y suspiró.

—¡Mal puedo decirlo yo mismo!

—Está bien, maestro, está bien. Por usted, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa.

Maurizio saltó hacia la puerta; haciendo acopio de sus escasas fuerzas, colocó un taburete debajo del picaporte, se subió a él, giró la gigantesca llave, hasta que se abrió la cerradura, y se quedó colgado del picaporte.

Una ráfaga de viento abrió la puerta y sopló por las habitaciones, inclinó las llamas de la chimenea e hizo que los papeles del laboratorio giraran en torbellino.

Pero allí no había nadie.