CUANDO el cuervo y el gato se recobraron lentamente de su desmayo, al principio creyeron estar soñando. Se había parado el viento, estaba todo en calma y la noche era clara y estrellada. Ahora no sentían frío y el gigantesco armazón de las campanas estaba cubierto de una maravillosa luz dorada. Una de las grandes figuras de piedra que contemplaban la ciudad desde el exterior del ventanal ojival había girado y había entrado en la torre. Pero ahora la estatua no parecía de piedra, sino muy viva. Se trataba de un anciano elegante con una larga capa bordada en oro, sobre cuyos hombros había un grueso tapiz de nieve. Llevaba una mitra en la cabeza y un báculo en la mano izquierda. Bajo las cejas, blancas y muy pobladas, sus claros ojos azules miraban a los dos animales no con expresión hostil, pero sí con cierta perplejidad.
En un primer momento se habría podido pensar que era San Nicolás; pero no podía tratarse de él, pues no llevaba barba. ¿Y quién ha visto alguna vez un San Nicolás afeitado?
El anciano señor levantó la mano derecha. Y Jacobo y Félix sintieron repentinamente que no podían moverse ni emitir el menor sonido. Los dos estaban atemorizados; pero al mismo tiempo se sentían, inexplicablemente, en buenas manos.
—¡Caramba, pilluelos! ¿Qué hacéis aquí arriba? —dijo el anciano señor.
Se acercó algo más y se inclinó sobre ellos para examinarlos atentamente. Al hacerlo, cerró un poco los ojos, sin duda era miope.
El cuervo y el gato seguían sentados y con la mirada levantada hacia él.
—Ya sé qué os proponéis —prosiguió el anciano—. Habéis hablado bastante alto mientras escalabais la torre. Pretendéis escamotearme mi maravilloso repique de Año Nuevo. Creo que no es precisamente un buen detalle. Yo tengo sentido del humor y admito las bromas divertidas, porque a fin de cuentas soy San Silvestre. Pero lo que vosotros pretendíais hacer era una broma de mal gusto, ¿no os parece? Menos mal que he llegado a tiempo.
Los animales intentaron protestar, pero aún no habían recobrado el habla.
—Sin duda —continuó San Silvestre—, vosotros no sabíais que yo vengo aquí una vez al año, el día de mi fiesta, para ver durante unos minutos si todo está en orden. En castigo de la mala pasada que pretendíais jugarme, debería transformaros durante un rato en figuras de piedra y colocaros aquí entre las columnas. Sí, lo voy a hacer. Al menos hasta mañana por la mañana; así tendréis tiempo para reflexionar sobre vosotros mismos. De todos modos, antes quiero saber si tenéis algo que alegar.
Pero los animales no reaccionaron.
—¿Habéis perdido el habla de repente? —preguntó sorprendido San Silvestre. Pero luego se acordó— ¡Caramba, caramba! Perdonad. Había olvidado por completo…
Hizo un nuevo movimiento con la mano.
—Ahora podéis hablar, pero por orden y sin excusas, ¡por favor!
Y al fin los dos héroes incomprendidos pudieron explicar entre graznidos y maullidos qué los había llevado hasta allí, quiénes eran y en qué consistían los malvados planes del mago y la bruja. En su excitación, a veces hablaron los dos al mismo tiempo, de modo que a San Silvestre no le resultó fácil entender todo claramente. Pero cuanto más escuchaba, más amistosamente brillaban sus ojos.