—SEÑORES —dijo Maledictus Oruga, que súbitamente estaba otra vez sentado en la vieja butaca de orejas—, parece que ha llegado el momento. Ha expirado su plazo, y yo voy a cumplir mi cometido. ¿Tienen aún algo que objetar?

Un ronquido a dúo fue la única respuesta. El visitante paseó su mirada sin párpados por el desolado laboratorio.

—¡Vaya —murmuró—, parece que los señores se han divertido de lo lindo! Cuando se despierten, no tendrán tantas ganas de juerga.

Cogió una copa, se la acercó a la nariz, la olió sin especial interés y la retiró asustado.

—¡Puaf! —dijo, y la arrojó con un gesto de asco—. ¡Qué aroma más pestilente! Se huele inmediatamente que en la bebida había algo angelical.

Movió la cabeza y suspiró.

—¡No sé cómo bebe eso la gente! Claro que hoy día ya no hay buenos catadores… Bien, ya es hora de retirar de la circulación a esta gentuza incompetente.

Buscó en su cartera negra y sacó algunos sellos de secuestro, en los que estaba grabada la figura de un murciélago. Los humedeció con la lengua y pegó cuidadosamente uno en la frente de Sarcasmo y otro en la de Tirania. Las dos veces se oyó un leve siseo. Luego, Maledictus Oruga volvió a sentarse en la butaca, cruzó una pierna sobre otra y esperó a los funcionarios infernales encargados de embalar almas, que llegarían enseguida para trasladar a los dos. Entretanto silbó satisfecho, pensando en su próximo ascenso. En ese instante, Jacobo Osadías y Maurizio di Mauro estaban juntos en el tejado de la catedral.

Tras huir de la villa, habían vuelto a subir allí; esta vez sin el menor esfuerzo, dada la fortaleza que ahora tenían. Contemplaban felices cómo los hombres se abrazaban tras los millares de ventanas iluminadas, cómo incontables bengalas volaban por encima de la ciudad y estallaban en haces de chispas multicolores, y escuchaban emocionados el impresionante concierto de las campanas de Año Nuevo.

San Silvestre, que ahora era nuevamente una simple figura de piedra, observaba con una sonrisa extasiada el esplendor de la fiesta desde lo alto de la torre.

—Feliz año nuevo, Jacobo —dijo Maurizio di Mauro con cierta emoción en la voz.

—Igualmente —respondió el cuervo—. Te deseo muchos éxitos. Que te vaya bien, Maurizio di Mauro.

—Eso suena a despedida —comentó el gato.

—Sí —graznó sordamente Jacobo—. A la larga es mejor así, créeme. Cuando las circunstancias son nuevamente naturales, los gatos y los pájaros son nuevamente enemigos naturales.

—En realidad es una lástima.

—¡Bah, déjalo estar! —respondió el cuervo. Está bien así.

Se quedaron callados y escucharon las campanadas.

—Me gustaría saber —dijo finalmente el gato— qué ha sido del mago y de la bruja. No lo sabremos nunca.

—No importa —dijo Jacobo—. Lo importante es que todo ha salido bien.

—¿Ha sido así? —preguntó Maurizio.

—¡Claro! —graznó Jacobo—. Ya ha pasado el peligro. Los cuervos percibimos esas cosas. En eso no nos equivocamos nunca.

El gato reflexionó un instante.

—En cierto modo —dijo luego en voz baja—, casi me dan pena los dos.

El cuervo le echó una mirada cortante.

—¡Cierra de una vez la boca!

Los dos callaron y volvieron a escuchar el concierto de las campanas. Ninguno de los dos quería separarse todavía.

—En cualquier caso —nuevamente fue Maurizio quien al fin tomó la palabra—, será un año muy bueno para todos si en todas partes ocurre lo que nos ha ocurrido a nosotros.

—Lo será —asintió Jacobo, pensativo—. Pero los hombres nunca sabrán a quién se lo deben.

—Los hombres no —corroboró el gato—. Y si alguien se lo explicara, en el mejor de los casos creerían que es un cuento.

Hubo una nueva pausa, esta vez más larga. Pero ninguno de los dos hacía ademán de despedirse. Contemplaban el cielo estrellado, y les parecía más alto y más ancho que nunca.

—Mira —dijo Jacobo—, ésas son las cumbres de la vida que no habías conocido hasta ahora.

—Sí —asintió conmovido el gato—, ésas son. A partir de ahora podré enternecer todos los corazones, ¿no es cierto?

Jacobo echó una rápida ojeada al gato, apuesto y blanco como la nieve, y sentenció:

—Los de los gatos, sin duda. A mí me basta compartir con mi Elvira el calor del nido. Se le abrirán los ojos cuando me vea así: joven y con una frac de primera.

Luego se arregló con el pico un par de plumas sueltas.

—¿Elvira? —preguntó Maurizio—. Con sinceridad, ¿cuántas esposas tienes?

El cuervo carraspeó un poco perplejo.

—¡Bah! Mira, de las mujeres no puedes fiarte. Tienes que cubrir a tiempo tus necesidades con una buena provisión; si no, al final te quedas sin nada. Y los que no tenemos casa puesta, necesitamos un nido caliente en todas partes. Pero tú no entiendes aún esto.

El gato se indignó.

—¡No lo entenderé nunca!

—Ya veremos, señor minnesínger —comentó secamente Jacobo.

El sonido de las campanas se iba apagando poco a poco. El cuervo y el gato guardaban silencio, sentados uno al lado del otro. Al cabo de un rato, Jacobo propuso:

—Ahora deberíamos informar al Consejo Supremo. Luego, volveremos los dos a la vida privada y se separarán nuestros caminos.

—Espera —dijo Maurizio—. Al Consejo Supremo podemos ir más tarde. Ahora me gustaría cantar mi primera canción.

Jacobo lo miró, asustado.

—Lo veía venir —graznó—. Pero ¿para quién quieres cantar? Aquí no hay público, y yo no soy nada aficionado a la música, nada aficionado a la música soy yo.

—Voy a cantar —respondió Maurizio— para San Silvestre y en honor del Gran Gato del cielo.

—Está bien —respondió el cuervo, y agitó las alas—, si te empeñas… Pero ¿estás seguro de que te va a escuchar alguien de allá arriba?

—Esto no lo entiendes tú —respondió el gato, muy digno—. Es un problema de categoría.

Se limpió rápidamente el pelo, brillante como la seda y blanco como el jazmín, se alisó los imponentes bigotes, adoptó la postura adecuada y, mientras el cuervo lo escuchaba pacientemente pero sin entender palabra, comenzó a maullar al cielo estrellado su primera y más bella aria.

Y como, sorprendentemente, de pronto hablaba correctamente el italiano, cantó con su melodiosa voz de tenor gatuno napolitano:

Tutto è ben’quell’che finisce bene…

Que ENDE - FIN - itiva significa:

«Bien está lo que bien acaba».