LO que hace que la vida de los nigromantes sea fatigosa y nada confortable es la circunstancia de que han de tener sometidos constantemente a su control todos los seres, incluidos los objetos más simples, de su esfera de poder. En el fondo, no pueden permitirse ni un momento de distracción o de debilidad, porque todo su poder se basa en la coacción. Ninguna criatura, ni siquiera un objeto inanimado, les serviría espontáneamente. Por eso se ven obligados a mantener en permanente esclavitud, mediante sus radiaciones mágicas, todo lo que los rodea. Si se relajaran durante un solo minuto, estallaría un motín contra ellos.

Es posible que a un hombre normal le resulte difícil comprender que haya personas que encuentren placer en ejercer este tipo de coacción. Pero siempre ha habido, y sigue habiendo en nuestros días, algunos que no retroceden ante nada con tal de conseguir y mantener semejante poder, y no sólo entre los magos y las brujas.

Pues bien, cuantas más energías de su voluntad tenía que emplear Sarcasmo para oponer su paralizadora fuerza hipnótica a la de Tirania, menos fuerza le quedaba para mantener sometidos a control duradero los incontables espíritus elementales de su Museo de Ciencias Naturales.

Todo empezó cuando la pequeña y repugnante criatura denominada juzgalibros comenzó a moverse, se estiró y enderezó, miró a su alrededor como despertando y cuando comprendió dónde se encontraba, se puso tan furiosa en su tarro que salió con él disparada de la estantería. La caída no fue tan grande como para que se lesionara gravemente, pero sí lo suficiente para que su prisión de cristal se hiciera añicos.

En cuanto lo vieron las otras criaturas, que ya estaban dando golpes y haciéndose señas, siguieron su ejemplo. Los recipientes se fueron rompiendo uno tras otro, las víctimas liberadas ayudaron a liberarse a los otros prisioneros y así fue aumentando el número de liberados.

El oscuro pasillo se llenó enseguida de cientos y cientos de pequeñas figuras, de gnomos y duendecillos, de geniecillos del agua y elfos, de salamandras y enanos de todas las clases y formas. Todos corrían sin dirección fija y chocando unos con otros, pues no conocían la tenebrosa Villa Pesadilla.

El juzgalibros no se ocupó mucho de los demás, porque era demasiado instruido como para creer en la existencia de semejantes criaturas. Hinchó las aletas de la nariz y venteó. Llevaba muchísimo tiempo sin poder poner pegas a un libro y estaba realmente hambriento de hacerlo.

Su infalible olfato le dijo dónde encontraría el material apropiado, y se puso en camino hacia el laboratorio. Un poco vacilantes, lo siguieron algunos, con la esperanza de que les mostraría el camino hacia la libertad; luego se fueron uniendo más y más criaturas a esta fila, hasta que finalmente estuvo en marcha todo el ejército de millares de unidades encabezado por el juzgalibros, que, sin pretenderlo realmente, había asumido así el papel de caudillo de la revolución.

Ahora bien, todos estos espíritus son de pequeña estatura pero, como es sabido, poseen fuerzas inmensas. Como sacudidos por un terremoto, los muros del edificio temblaron hasta los cimientos cuando aquel ejército irrumpió en el laboratorio y comenzó a golpear todo lo que allí había, grande o pequeño. Los cristales de las ventanas saltaron en pedazos, las puertas reventaron y las paredes se agrietaron como si hubieran estallado bombas.

Finalmente los objetos, que estaban aún muy cargados con las fuerzas mágicas de Sarcasmo, comenzaron a cobrar una fantasmagórica vida propia y a defenderse contra los rebeldes. Las botellas, tubos de cristal, retortas y marmitas se pusieron en movimiento, silbaron, soplaron, danzaron un ballet y lanzaron contra los atacantes las esencias que contenían. Muchos se hicieron pedazos en este combate; pero también algunos de los espíritus elementales recibieron una lección bien merecida y prefirieron huir, cojeando y lamentándose, al Parque Muerto, y ponerse a salvo.

El juzgalibros se había apartado de este caos y había buscado refugio en el silencio de la biblioteca, para saciar en paz su voracidad. Sacó el primer mamotreto que encontró y empezó a ponerle peros a diestro y siniestro. Pero el libro mágico no toleró ese tratamiento e intentó atraparlo.

Mientras luchaban los dos, comenzaron a cobrar vida los demás libros de la biblioteca. Salieron de las estanterías en formación a centenares y millares.

Ahora bien, es un hecho conocido que, a veces, los libros se tienen entre sí un odio mortal. Aun tratándose de libros enteramente normales, cualquiera que tenga un poco de tacto no colocará Justine junto a Heidi ni Las leyes tributarias junto a La historia interminable, aunque, naturalmente, los libros normales no pueden oponerse a eso. Pero el caso de los libros de magos es totalmente distinto, sobre todo cuando rompen las cadenas de la esclavitud. Así, en pocos instantes, los incontables libros formaron, según su contenido, distintos grupos de combate, que se lanzaron unos contra otros con las tapas abiertas e intentaron devorarse. Entonces, hasta el juzgalibros se asustó y huyó.

Finalmente, también los muebles comenzaron a participar en aquel alboroto general. Crujiendo, se pusieron en movimiento armarios pesados, brincaron y bailaron baúles llenos de enseres o de vajilla. Sillas y butacas giraron como patinadores sobre una sola pata, las mesas galoparon, se encabritaron y cocearon como caballos en un rodeo; en una palabra: fue lo que suele llamarse un verdadero aquelarre.

El reloj de pared del mecanismo cruel no se limitó a golpear con el martillo el dolorido pulgar, sino que repartió golpes a diestro y siniestro. Sus agujas giraron como hélices, y el propio reloj se despegó de la pared y dio vueltas como un helicóptero sobre el campo de batalla. Y cada vez que pasó por encima de las cabezas del mago y de la bruja, que seguían sin poder moverse, los golpeó con todas sus fuerzas.

Entretanto, hasta los últimos espíritus elementales habían huido de la casa y se habían dispersado en todas las direcciones. Los libros, muebles y objetos, que hasta aquel momento se habían limitado a luchar entre sí, comenzaron a dirigir contra sus opresores su ira común. Sarcasmo y Tirania sufrieron impactos de libros que llegaban volando, mordeduras de la cabeza de tiburón, chapuzones de matraces de cristal, empujones de cómodas y golpes de patas de mesas que coceaban, hasta que los dos rodaron al mismo tiempo por el suelo. Pero, como es natural, con esto se había interrumpido la hipnosis recíproca, y los dos pudieron recobrarse.

—¡Alto! —tronó Sarcasmo con energía.

Levantó los brazos, y de sus diez dedos salieron relámpagos rojos que chocaron contra todos los rincones del laboratorio, penetraron en todas las habitaciones de Villa Pesadilla, atravesaron los tortuosos pasillos, subieron por la escalera hasta el almacén y bajaron hasta el sótano, mientras él bramaba:

¡Rebeldes criaturas en derredor,

obedeced mis órdenes con temblor!

¡De nuevo estáis bajo mi control

y servís solamente a vuestro señor!

De todos modos, con esto no pudo lograr que retornaran los espíritus elementales que habían escapado, pues ya estaban a salvo de su acción mágica. Pero todo el frenesí que reinaba dentro de la villa se detuvo al instante. Las cosas que silbaban por los aires cayeron al suelo entre crujidos y chirridos, las que se mordían o estaban entrelazadas se separaron, y todo quedó inmóvil. Sólo la larga serpiente de pergamino en que se hallaba la receta serpenteaba como una oruga gigantesca, pues había caído en la chimenea abierta y las llamas la estaban reduciendo a cenizas.

Respirando con dificultad. Sarcasmo y Tirania pasearon su mirada por el laboratorio. El panorama era pavoroso: no había más que libros desencuadernados, ventanas y vasijas rotas, muebles volcados y desvencijados, cascos y vidrios. Del techo y de las paredes caían gotas de esencias que formaban en el suelo charcos humeantes. El mago y la bruja no habían salido mejor parados: estaban llenos de chichones, rasguños y cardenales, y tenían los vestidos rotos y embadurnados.

Sólo el ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso seguía intacto en su vaso de fuego frío, situado en el centro del laboratorio.