—DE todos modos —dijo Tirania, nuevamente seria—, se impone la máxima cautela, amigo. Si nos han enviado espías a casa es porque el Consejo Supremo de los Animales sospecha de nosotros. Sólo me pregunto por culpa de quién, jovenzuelo.

Sarcasmo aguantó la mirada de la tía y replicó:

—¿Y tú me lo preguntas a mí? A lo mejor has sido tú un poco imprudente, Titi. ¡Quién sabe lo que puede imaginar el cerebro de un cuervo como ése! Esperemos que ese tipo no contagie a mi estúpido gato y le meta en la cabeza ideas peligrosas.

Tirania echó una ojeada al laboratorio.

—Tendríamos que interrogar a los dos. ¿Dónde están?

—En la habitación del gato —respondió el mago—. Le he ordenado a Maurizio que encerrara allí al cuervo y lo vigilara.

—¿Y cumplirá tus órdenes?

—De eso puedes estar segura.

—Entonces dejemos ese asunto, de momento —decidió la bruja—. Si es preciso, les pediremos cuentas a los dos más tarde. Ahora tengo que discutir contigo algo más urgente.

Sarcasmo volvió a ponerse en guardia inmediatamente.

—¿De qué se trata, querida tía?

—Todavía no me has preguntado por qué he venido a verte.

—Pues entonces te lo pregunto ahora.

La bruja se recostó y, durante un rato, observó a su sobrino con expresión adusta. Sarcasmo sabía que la tía le iba a echar uno de sus sermones. Él los odiaba porque tras ellos se ocultaban siempre intenciones distintas. Tamborileó nerviosamente en el respaldo de la silla, miró al techo y silbó.

—Bien, escúchame atentamente, Belcebú Sarcasmo —comenzó la bruja—. En el fondo, todo lo que hoy eres me lo debes a mí. ¿Estás de acuerdo? Cuando tus buenos padres, mi cuñado Asmodeo y mi bella hermana Lilit, perecieron trágicamente en la catástrofe naval que ellos mismos habían provocado, yo te recogí en mi casa y te crié. Me ocupé de que no te faltara nada. Yo misma te enseñé los rudimentos del rentable arte de torturar a los animales cuando aún estabas en la tierna edad infantil. Más tarde te envié a las escuelas más diabólicas, al Instituto de Sodoma y Gomorra y al Colegio Ahrimán. Pero tú fuiste siempre un tipo difícil de educar, muchachito. Cuando todavía estudiabas en la Universidad de Técnicas Mágicas de Hediondburgo, tuve que encubrir tus arbitrariedades y ocultar tu incapacidad, porque los dos somos los últimos miembros de nuestra familia. Todo esto me costó una buena suma de dinero, como bien sabes. Tus buenas notas en Diabólica Superior me las debes también a mí porque, como presidenta de la Sociedad Internacional de Níquel Corrosivo, hice valer mis influencias. Yo me ocupé de que te admitieran en la Academia de Negras Artes, y yo te introduje en los Círculos Abismales, donde pudiste conocer personalmente al que es protector tuyo y patrón de tu nombre. En suma, creo que estás tan en deuda conmigo como para no desoír una pequeña petición mía, cuyo cumplimiento no va a costarte absolutamente nada.

Sarcasmo tenía el rostro contraído. Cuando ella le hablaba así, casi siempre quería engañarlo de alguna manera.

—¿Que no me va a costar absolutamente nada? —preguntó pausadamente—. ¡Me gustaría estar seguro!

—Está bien —dijo la bruja—. Casi no vale la pena hablar de ello. Entre las cosas que te legó tu abuelo Belial Sarcasmo figura, si mal no recuerdo, un antiquísimo pergamino de unos dos metros y medio de longitud.

Sarcasmo asintió vacilante:

—Está en algún rincón de mi almacén. Tendría que buscarlo. Lo arrojé allí porque no sirve para nada. Al parecer, originariamente era mucho más largo. Pero el abuelito Belial lo rasgó en dos trozos en uno de sus célebres ataques de rabia. Malvado como era, a mí sólo me dejó la segunda mitad. La otra nadie sabe dónde se encuentra. Probablemente se trata de alguna receta que, desgraciadamente, no tiene ningún valor, ni siquiera para ti, querida tía.

—¡Exactamente! —dijo Tirania, y sonrió como si su dentadura fuera de azúcar cande—. Y puesto que tú, como es de suponer, seguirás teniendo en el futuro interés por mi financiación, podrías regalarme ese trozo de pergamino, que en realidad carece de valor.

El súbito interés de la tía por ese legado puso en guardia al mago.

—¿Regalar? —dijo escupiendo literalmente la palabra, como si se tratara de algo nauseabundo—. Yo no regalo nada. ¿Quién me hace regalos a mí?

Tirania suspiró.

—Está bien. Me lo suponía. Espera un momento.

Comenzó a manosear con sus uñas doradas la cerradura digital de su bolso-caja de caudales. Y mientras lo hacía, recitó mecánicamente:

¡Oh, Mammon, príncipe del mundo entero,

tú nos das poder sobre hombres y cosas!

De cero sacas a espuertas el dinero

y con dinero todo es agua de rosas.

Luego abrió de un tirón la pequeña puerta blindada, sacó un grueso fajo de billetes y se lo mostró a Sarcasmo.