—¿QUE yo soy un genio? —cacareó el cuervo—. ¡Sí, un genio realmente maravilloso! ¡Debería hacerme yo mismo picadillo por mi maravillosa idea genial! Jamás volveré a pensar, lo juro, o caminaré a pie el resto de mi vida. La reflexión sólo da disgustos, nada más que disgustos da eso.

Pero el gato no lo oía. Había trepado ya un buen trecho hacia donde comenzaba el empinado tejado de la aguja de la torre.

—Lo va a lograr —se dijo Jacobo a sí mismo—. Creo que estaba equivocado. ¡Lo está consiguiendo el chaval!

Reunió sus escasas fuerzas y voló en busca del gato; pero no lo encontró en la oscuridad. Aterrizó en la cabeza de la estatua de un ángel que tocaba la trompeta del juicio final y miraba en todas las direcciones.

—Félix, ¿dónde estás? —gritó.

No hubo respuesta.

Desesperado, lanzó un grito hacia las tinieblas:

—Y aunque consigas realmente llegar hasta las campanas, tú, minicaballero, tú…, y aunque consiguiéramos tocarlas entre los dos…, cosa que es imposible…, no tendría sentido a pesar de todo…, porque si las tocamos ahora ya, no será el repique de Año Nuevo, sino un toque cualquiera. Porque lo importante no son las campanas, sino que tiene que ser precisamente a medianoche.

No se oyó otro sonido que el silbido del viento, que soplaba contra las esquinas de la torre y las figuras de piedra. Jacobo se agarró a la cabeza del ángel de la trompeta y gritó fuera de sí:

—¡Eh, gatito! ¿Sigues existiendo o te has despeñado ya?

Durante una fracción de segundo tuvo la sensación de que en algún lugar muy alto se oía un maullido débil y lastimero. Se lanzó a la oscuridad y voló en busca del sonido, dando tumbos en el aire.

De hecho, Félix había alcanzado —ni él mismo sabía cómo— una ventana ojival por la que pudo entrar en la torre. Cuando Jacobo aterrizó junto a él, lo abandonaron definitivamente sus fuerzas. Se desmayó y cayó rodando, afortunadamente a poca profundidad. En medio de la oscuridad, quedó tendido como un minúsculo fardo de pelos sobre la madera del armazón de las campanas.

Jacobo saltó tras él y le dio empujones con el pico. Pero el pequeño gato no se movía.

—Félix —graznó el cuervo—, ¿estás muerto?

Como no obtuvo respuesta, bajó lentamente la cabeza. Un temblor recorrió su cuerpo.

—Una cosa hay que reconocerte, gatito —dijo en voz baja—. Quizá no tenías mucho juicio; pero, en cierto modo, has sido un héroe. Tus distinguidos antepasados podrían estar bastante orgullosos de ti, si hubieran existido.

Luego se le nublaron los ojos y se desplomó. El viento silbaba alrededor de la aguja de la torre e introducía en su interior la nieve que poco a poco iba cubriendo a los dos animales.

Muy cerca de ellos, gigantescas y fantasmagóricas, las enormes campanas colgaban del maderamen, ennegrecido por el paso de los años, y esperaban en silencio el comienzo del nuevo año, que debían saludar con sus formidables voces.