POCO después, el mago se hallaba otra vez en el laboratorio. Estaba sentado junto a la mesa, iluminada por una lámpara, y escribía. Había decidido redactar su testamento.

Con su churrigueresca y caprichosa caligrafía, ya había escrito en una hoja lo siguiente:

MI ÚLTIMA VOLUNTAD

En plena posesión de mis facultades mentales, yo, Belcebú Sarcasmo, Consejero Secreto de Magia, Profesor, Doctor, etcétera, etcétera, en el día de hoy, a la edad de ciento ochenta y siete años, un mes y dos semanas…

Se detuvo y mordió su estilográfica, que contenía ácido cianhídrico en lugar de tinta.

—Una buena edad realmente —murmuró—. Pero demasiado joven todavía para gentes como yo. En todo caso, demasiado joven para ir al infierno.

Su tía la bruja, por ejemplo, sumaba ya casi trescientas primaveras y seguía desarrollando una gran actividad profesional.

Se asustó un poco, porque el pequeño gato saltó inesperadamente a la mesa, se colocó junto a él. Bostezó arqueando grácilmente la lengua, se estiró concienzudamente hacia delante y hacia atrás y estornudó con energía un par de veces.

—¡Uff! —maulló—. ¿Qué huele aquí tan apestosamente?

Se sentó en el testamento y empezó a limpiarse.

—¿Ha dormido bien el señor cantor de cámara? —preguntó el mago, irritado, y lo apartó de un manotazo.

—No lo sé —respondió Maurizio lamentándose—. ¡Estoy siempre tan terriblemente cansado…! Y no sé por qué. ¿Quién ha estado aquí?

—Nadie —rezongó el mago en tono poco amistoso—. No me molestes ahora, por favor. Tengo trabajo, y es muy urgente.

Maurizio olfateó el aire.

—Pero hay un olor muy raro. Aquí ha estado algún extraño.

—¿Qué dices? —replicó Sarcasmo—. Son imaginaciones tuyas. Y ahora cierra la boca.

El gato comenzó a lavarse la cara con las patas; pero, de pronto, se detuvo y observó al mago con asombro.

—¿Qué pasa, querido maestro? Parece usted terriblemente deprimido.

Sarcasmo negó con un gesto nervioso.

—No pasa nada. Y ahora déjame en paz de una vez. ¿Entendido?

Pero Maurizio no hizo caso: al contrario. Se sentó nuevamente encima del testamento, frotó su cabeza contra la mano del mago y ronroneó quedamente:

—Ya me imagino por qué está usted triste, maestro. Hoy, cuando todo el mundo celebra en alegre compañía la noche de San Silvestre, usted está aquí solo y abandonado. ¡No sabe cuánto lo siento!

—Yo no soy como todo el mundo —refunfuñó Sarcasmo.

—Eso es cierto —admitió el pequeño gato—. Usted es un genio y un gran benefactor de los hombres y de los animales. Yo lo sé muy bien. Pero ¿no quiere usted hacer una excepción y salir a divertirse un poco? Estoy seguro de que le sentaría bien.

—¡Una idea típica de un gato! —respondió el mago, más irritado cada vez—. A mí no me gusta la alegre compañía.

—Pero, maestro —prosiguió Maurizio con vehemencia—, ¿no dicen que la alegría compartida es doble alegría?

Sarcasmo dio un puñetazo en la mesa.

—Está demostrado científicamente —dijo en tono cortante— que la parte de algo es siempre menor que el todo. ¡Yo no comparto con nadie! ¡Tenlo presente!

—Está bien —respondió el gato, asustado. Luego añadió con voz insinuante—. En último término, me tiene a mí.

—Sí —estalló el mago—. ¡Tú eres precisamente lo que me faltaba!

—¿De verdad? —preguntó aliviado Mauricio—. ¿Me ha echado realmente en falta?

Sarcasmo resopló con impaciencia.

—¡Desaparece de una vez! ¡Lárgate! ¡Vete a tu habitación! Yo tengo que pensar. Tengo problemas.

—¿Puedo serle de alguna ayuda, querido maestro? —preguntó obsequioso el gato.

El mago suspiró y puso los ojos en blanco.

—Bueno —prosiguió al cabo de un rato—. Si te empeñas, puedes remover la esencia número 92. Está en la caldera que hay al fuego en la chimenea. Pero ten cuidado de no dormirte otra vez porque, si te duermes, puede pasar cualquier cosa.

Maurizio saltó de la mesa, corrió hacia la chimenea brincando con sus cortas patas y agarró la varita de cristal de roca con las zarpas delanteras.

—Seguro que es una pócima importante —conjeturó mientras comenzaba a remover cuidadosamente—. ¿Es la medicina para mi voz que usted anda buscando desde hace tiempo?

—¿Serás capaz de callarte alguna vez? —replicó el mago con aspereza.

—¡Sí, sí, maestro! —respondió sumisamente Maurizio.

Durante un largo rato hubo silencio. Sólo se oía el ulular de la tempestad de nieve en torno a la casa.