ERA la última tarde del año y había oscurecido demasiado pronto. Nubes negras habían entenebrecido el cielo, y una tempestad de nieve azotaba desde hacía horas el Parque Muerto.

En el interior de Villa Pesadilla no se movía nada, excepto el tembloroso resplandor del fuego que ardía con llamas verdes en la chimenea abierta y sumergía el laboratorio mágico en una luz espectral.

El reloj de péndulo que había sobre la cornisa de la chimenea puso en marcha sus engranajes rechinando. Se trataba de una especie de reloj de cuco, pero su ingenioso mecanismo representaba un pulgar dolorido sobre el que descargaba sus golpes un martillo.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritó.

Así pues, eran las cinco.

De ordinario, Belcebú Sarcasmo, Consejero Secreto de Magia, se ponía de buen humor cuando lo oía dar las horas. Pero aquella tarde de San Silvestre le echó una mirada más bien pesarosa. Le hizo un gesto de rechazo con un leve movimiento de la mano y se dejó envolver por el humo de su pipa. Con el ceño fruncido, se sumió en sus cavilaciones. Sabía que le esperaba algo muy desagradable y que le iba a llegar muy pronto, a medianoche lo más tarde, al cambiar el año.

El mago estaba sentado en una cómoda butaca de orejas que un vampiro muy dotado para la artesanía había hecho personalmente, muchos años antes, con tablas de ataúdes. Los cojines estaban confeccionados con pieles de ogro que, por el paso del tiempo, se hallaban ya un poco raídas. Este mueble era una herencia familiar y Sarcasmo lo tenía en gran estima, pese a que, por lo demás, era de ideas más bien progresistas y estaba al día, cuando menos en lo que se refería a su actividad profesional.

La pipa en que fumaba representaba una calavera cuyos ojos, de cristal verde, se encendían con cada chupada. Las nubes de humo formaban en el aire figuras extrañas de los más diversos tipos: cifras y fórmulas, serpientes enroscándose, murciélagos y, sobre todo, signos de interrogación.

Belcebú Sarcasmo suspiró profundamente, se levantó y comenzó a ir y venir dentro de su laboratorio. Le iban a pedir cuentas, de eso estaba seguro. Pero ¿con quién tendría que habérselas? ¿Y qué podía aducir en su defensa?

Y, sobre todo, ¿aceptarían sus motivos? Su alta y esquelética figura se hallaba cubierta con una bata plisada de seda verde cardenillo (éste era el color preferido del Consejero Secreto de Magia). Su cabeza, pequeña y calva, parecía apergaminada, como una manzana rugosa. Sobre su nariz aguileña se asentaban unas gafas enormes de armadura negra y con unos cristales, fulgurantes y gruesos como lupas, que agrandaban sus ojos de forma poco natural. Las orejas le colgaban de la cabeza como el asa del cubo. Tenía la boca tan estrecha como si se la hubieran abierto en la cara con una navaja de afeitar. En resumidas cuentas, no era precisamente un tipo en el que se puede confiar a primera vista. Pero eso no le preocupaba lo más mínimo a Sarcasmo. Nunca había sido un personaje muy sociable. Prefería no darse a ver y actuar en secreto.