JACOBO Osadías había metido la cabeza debajo de las alas, y Félix se tapaba con las patas alternativamente los oídos y los ojos.

Entretanto, también el mago y la bruja parecían desfallecer poco a poco, en parte porque cada vez les costaba más trabajo versificar y porque ya hacía tiempo que habían cumplido de sobra su tarea contractual de maldades, pero también porque la cosa les resultaba cada vez menos divertida. Tampoco ellos podían ver con sus propios ojos las consecuencias de su deseo-hechizo, y las gentes de su calaña sólo sienten verdadero placer cuando pueden deleitarse directamente con las calamidades que provocan.

Por eso decidieron entonces hacer con el resto del ponche de los deseos algo para su diversión personal y hechizar en su entorno inmediato.

A Jacobo y Félix no les quedó sangre en las venas cuando oyeron eso. Ahora sólo había dos posibilidades: se comprobaría que la campanada de San Silvestre no había surtido efecto, y entonces ya no habría nada que hacer; o que había neutralizado efectivamente el poder de inversión del ponche, y entonces lo notarían al instante Sarcasmo y Tirania.

Lo que en ese caso les esperaba al gato y al cuervo no era difícil de adivinar. Se miraron angustiados. Pero, entretanto, Sarcasmo y Tirania se habían echado ya más de treinta copas al coleto y estaban más borrachos que una cuba. Apenas podían mantenerse en sus sillas.

—Ahora escucha, querida… ¡Hip!, querida túa Tati —tartamudeó el mago—. Ahora vamos a empezar con nuestros encantadores animalitos. ¿Qu… qu… é te parece?

—¡Buena idea, Belcebucito! —respondió la bruja—. Ven aquí, Jacobo, mi impertinente cuervo de cala… ¡Hip!… dades.

—Pero, pero… —graznó Jacobo, asustado—. Por favor, madam, conmigo no, no. Yo no quiero. ¡Auxilio!

Trató de huir y se tambaleó por el laboratorio buscando dónde esconderse. Pero Tirania se había soplado ya una copa llena y recitó, no sin esfuerzo, la siguiente estrofa:

Ponche che los ponches, cumple miz decheos:

Jacobo, se terminaron… ¡Hup!…, tus dolores.

¡Fuera las lesiones, fuera el reumatismo!

Un nuevo traje de be… bellas plumas ponte.

¡Abajo los achaques de tu organismo!… ¡Hip!

El mago y la bruja (y, en alguna medida, también el cuervo, siempre pesimista) habían esperado que el pobre se quedaría ahora totalmente desplumado como un gallo pelado y que, retorciéndose de dolor, se desplomaría más muerto que vivo.

En vez de eso, Jacobo se vio súbitamente embellecido por un plumaje agradablemente tibio y negro azulado. Era el plumaje más hermoso de toda su vida. Lo ahuecó, se irguió, sacó la pechuga, extendió primero el ala izquierda y luego la derecha y las contempló con la cabeza ladeada.

Las dos estaban íntegras.

—¡Gran Cuervo! —graznó—. Félix, ¿ves lo que estoy viendo yo, o me he vuelto loco de remate?

—Lo veo —musitó el gato— y te felicito de corazón. Para ser un cuervo viejo, casi pareces elegante.

Jacobo agitó sus flamantes alas y gritó entusiasmado:

—¡Hurraaa! Ahora no me duele absolutamente nada. Me siento como recién salido del nido.

Sarcasmo y Tirania miraban perplejos al cuervo. Tenían el cerebro demasiado obnubilado para comprender lo que pasaba.

—¿Có… cómo? —murmuró la bruja—. ¿Qué… qué tonterías está haciendo ese, ¡hip!, estúpido pájaro? To… do es una equivocación.

—Túa Tatitata —sonrió el mago—, habrás hecho algo mal, ¡hip! Siempre confundes todo. Eres un poco chapucera, vieja. Ahora te voy a enceñar cómo hace esas cosas, ¡hup!, un verdadero experto. Fíjate.

Se echó al coleto una copa entera y murmuró confusamente:

Ponche che chos ponches, cumple miz checheos:

¡Transfórmate en un gato apuesto,

de cuerpo sano y peripuesto!… ¡Hip!

Deseo que te cambie la voz,

¡conviértete en un gran tenor!

Félix, que un instante antes estaba gravemente enfermo y apenas podía emitir un solo sonido, sintió súbitamente cómo su lamentable figura, pequeña y obesa, se erguía, crecía y adquiría el tamaño de un gato elegante y musculoso. Ahora su piel no era ridículamente estampada, sino blanca como el jazmín y suave como la seda, y sus bigotes no habrían desentonado en un tigre.

Carraspeó y, con una voz que de pronto sonó tan fuerte y armoniosa que él mismo quedó al instante hechizado por ella, dijo:

—Jacobo, amigo mío, ¿cómo me encuentras?

El cuervo le guiñó un ojo y graznó:

—De primera, Félix, francamente principesco. Exactamente como tú habías querido siempre.

—Sabes, Jacobo —comentó el gato, y se retorció los bigotes—, en adelante deberías llamarme Maurizio di Mauro. Porque este nombre responde mejor a lo que soy, ¿no crees? ¡Escucha!

Hizo una inspiración profunda y comenzó a maullar melodiosamente:

O sole mio

—¡Chisss! —lo interrumpió Jacobo, y le pidió con un gesto que se callara—. ¡Cuidado!