—ESTÁ bien —le gritó súbitamente—. Te lo diré, maldito calavera dura. Pero antes tienes que jurar por el Tenebroso Banco-Palacio de Plutón que luego me venderás tu parte del rollo de pergamino.
El mago rezongó algo e hizo un ambiguo movimiento de cabeza que podía interpretarse como un asentimiento.
La bruja acercó su silla a la de su sobrino, se sentó jadeando y dijo con voz apagada:
—Ahora escúchame: se trata de la receta para el fabuloso Ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso de los deseos. Es uno de los más antiguos y poderosos hechizos negros del universo. Sólo funciona la noche de San Silvestre, porque entonces el deseo tiene una virtud muy especial. Hoy nos encontramos precisamente a mitad de las doce noches que hay entre Navidad y Reyes, durante las cuales, como es sabido, andan sueltas todas las fuerzas de las tinieblas. Por cada vaso de esta bebida mágica que uno toma de un trago se le cumple un deseo, si lo formula en voz alta.
Sarcasmo había escuchado la explicación de la tía con los ojos extraviados. Su cerebro estaba trabajando.
Súbitamente preguntó con gran excitación:
—Por el Giga-Gamma-Super-Gao, ¿cómo puedes estar segura de eso?
—El modo de empleo se halla al comienzo de la receta, en la parte del pergamino que tengo yo.
Por el cerebro del mago cruzaban como relámpagos mil pensamientos distintos. De pronto había descubierto que ese ponche de los deseos le permitiría subsanar en un abrir y cerrar de ojos todas sus omisiones en materia de maldades. Lo que tan repentina e inesperadamente estaba a su alcance era su salvación. Aún podía darle un chasco al alguacil infernal. Pero, naturalmente, tenía que conseguir ser el dueño exclusivo de aquella fabulosa bebida. En ningún caso le daría ahora a la tía su parte del pergamino, por mucho que le ofreciera a cambio. Al contrario, tenía que hacerse con la parte de la bruja a cualquier precio, aunque tuviera que quitarle la vida o enviarla a una galaxia lejana mediante un conjuro. Pero eso no era tan fácil de hacer como de imaginar. Él conocía demasiado bien los poderes de la bruja y tenía poderosas razones para guardarse de ella.
Para que no se notara que le temblaban las manos, se levantó y deambuló con los brazos cruzados a la espalda.
Cuando llegó al contenedor con la inscripción RESIDUOS ESPECIALES se detuvo, absorto en sus pensamientos, tamborileó en la tapa con las uñas de los dedos el ritmo de la canción infernal de moda y canturreó:
«Calma, sangre, calma», cantó Drácula
cuando vio a la señorita Rosa…
Dentro del contenedor, el cuervo y el gato se acurrucaron, se abrazaron el uno al otro y contuvieron el aliento. Habían escuchado, palabra por palabra, toda la conversación.