—NUNCA termina uno de aprender —dijo San Silvestre—. Aquí se ve cuánto puede equivocarse incluso uno de nosotros. He sido injusto con vosotros, mis pequeños amigos, y os pido perdón.
—No vale la pena hablar de ello, Monsignore —respondió Félix con un elegante movimiento de pata—. Una cosa así puede pasar en las mejores familias.
Y Jacobo añadió:
—Está perdonado, Reverendo. No se preocupe de eso. Yo estoy acostumbrado a que me traten mal.
San Silvestre sonrió satisfecho. Pero inmediatamente volvió a ponerse serio.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó un poco desvalido—. Lo que habéis contado parece realmente horrible.
Félix, al que la inesperada ayuda de una instancia tan alta había llenado nuevamente de entusiasmo heroico, propuso:
—Si Monsignore tuviera la bondad de tocar personalmente las campanas…
Pero San Silvestre movió la cabeza.
—¡No, no, querido; eso no! Es absolutamente imposible. Todas las cosas del mundo han de tener su orden, el espacio y el tiempo, y también el final del año viejo y el comienzo del nuevo. No es lícito cambiar deliberadamente nada; si no, se trastocaría todo…
—¿Qué te decía yo? —comentó el cuervo, apesadumbrado—. ¡Nada que hacer! Ha sido en vano. Tiene que haber orden aunque se vaya al diablo el mundo entero.
San Silvestre no oyó la impertinente observación de Jacobo, pues parecía tener su mente en otra parte.
—Ah, sí, sí, el mal, recuerdo… —suspiró—. ¿Qué es realmente el mal y por qué tiene que existir en el mundo? Allá arriba discutimos a veces sobre eso. Pero es realmente un gran enigma, incluso para nosotros.
Sus ojos adoptaron una expresión ausente.
—Contemplado desde la eternidad, mis pequeños amigos, el mal presenta un aspecto completamente diferente que en el reino del tiempo. Allí se ve que, a fin de cuentas, siempre tiene que estar al servicio del bien. Es, por así decir, una contradicción en sí mismo. Busca siempre el poder sobre el bien, pero no puede existir sin el bien, y si alguna vez consiguiera el poder completo, tendría que destruir aquello sobre lo que anhela tener poder. Por eso, amigos, sólo puede durar mientras es incompleto. Si fuera pleno, se desintegraría por sí mismo. Por eso no tiene cabida en la eternidad. Eterno sólo es el bien, que pervive sin contradicción…
—¡Oiga! —gritó Jacobo Osadías, y tiró con el pico de la capa dorada—. No me lo tome a mal, Reverendo, pero ahora todo eso me importa un bledo. Cuando usted termine con su fielosofía, será demasiado tarde.
A San Silvestre le costó esfuerzos visibles volver al presente.
—¿Cómo? —preguntó, y sonrió beatíficamente—. ¿De qué estábamos hablando?
—De que tenemos que hacer algo ahora mismo, Monsignore —explicó Félix—, para evitar una terrible catástrofe.
—¡Ah, sí, sí! —dijo San Silvestre—. Pero ¿qué?
—Probablemente, Monsignore, ahora sólo puede salvarnos una especie de milagro. Usted es un santo. ¿No podría hacer sencillamente un milagro, aunque sea pequeño?
—¡Sencillamente un milagro! —repitió San Silvestre un poco perplejo—. Mi pequeño amigo, eso de los milagros no es tan sencillo. Ninguno de nosotros puede hacer milagros, a no ser que se lo ordenen desde arriba. Yo tendría que comenzar por presentar una petición a una instancia superior, y pueden tardar mucho tiempo en aceptarla, si es que la aceptan.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Félix.
—Meses, años, tal vez decenios —respondió San Silvestre.
—¡Demasiado tiempo! —graznó Jacobo malhumorado—. ¡Que se vaya al diablo! Nosotros necesitamos algo ahora mismo, en el acto.
La mirada de San Silvestre pareció alejarse nuevamente del mundo.
—Los milagros —dijo en tono solemne— no suspenden el orden del mundo. No son hechos mágicos. Proceden de un orden superior, que el limitado entendimiento terreno no puede comprender…
—Muy bien —graznó Jacobo Osadías—: pero, por desgracia, nosotros tenemos que enfrentarnos con hechos mágicos, y además esta misma noche.
—Está bien, está bien —murmuró San Silvestre, que nuevamente tuvo que esforzarse para descender de las elevadas esferas de sus pensamientos—. Francamente, yo os comprendo, amigos. Pero me temo que no es mucho lo que puedo hacer por vosotros. Ni siquiera estoy seguro de que me esté permitido actuar por mi propia cuenta. Pero toda vez que me encuentro aquí excepcionalmente, quizá habría una pequeña posibilidad…
Félix le dio con la cola al cuervo y musitó:
—Mira, nos va a ayudar.
—Habrá que verlo —respondió escéptico el cuervo.