—SABES, Belcebú —comenzó la bruja en tono sentimental—, en tardes como la de hoy recuerdo siempre los viejos tiempos en que todavía estábamos todos juntos: el tío Cerbero y su encantadora esposa Medusa; Pequeño Nerón y su hermana Ghulgia; mi primo Viraso, que siempre me hacía la corte; tus padres y el abuelito Belial, que te tenía sobre sus rodillas. ¿Te acuerdas que durante una merienda quemamos un bosque entero? Fue una época muy divertida.

—¿Adonde quieres ir a parar? —preguntó Sarcasmo displicente.

—Quiero comprarte ese rollo de pergamino simplemente como un pequeño recuerdo del abuelo Belial. Lo hago por amor a la familia.

—¡No digas tonterías! —replicó él.

—Está bien —dijo la vieja, ahora con su voz habitual, y revolvió de nuevo su bolso-caja de caudales—. ¿Cuánto quieres? Te ofrezco cinco mil más.

Sacó otros fajos de billetes y los tiró delante del mago, esta vez bastante irritada. Ahora había ya un montón considerable, en todo caso mucho más de lo que cabía en su bolso-caja de caudales, relativamente pequeño.

—¿Qué? —preguntó expectante—. Diez mil. Es mi última oferta. Acéptala o no hay trato.

Las arrugas del rostro de Sarcasmo se hicieron más profundas. Contempló la ingente cantidad de dinero a través de los gruesos cristales de sus gafas. Sus manos se movieron convulsivamente hacia los billetes; pero las detuvo. En su desesperada situación, el dinero no podía servirle de nada. Pero cuanto más le ofrecía la bruja, más seguro estaba de que le ofrecía poco. Tenía que descubrir sus intenciones ocultas.

Probó con la táctica del golpe de mano y, por así decir, lanzó un disparo al bulto.

—Vamos, vamos, muchachita —dijo con la mayor tranquilidad posible—. Yo sé que tienes la primera parte del rollo.

A la tía se le cambió el color de la cara, por debajo del grueso maquillaje.

—¿Cómo…, digo…, por qué…? Eso no es más que una sucia treta tuya.

Sarcasmo sonrió triunfante.

—Bueno, cada uno de nosotros tiene sus pequeños medios de información.

Tirania tragó saliva y luego admitió en voz baja:

—Esá bien. Puesto que estás enterado… Yo sabía desde hace tiempo quién había heredado la primera parte: tu prima en tercer grado, la estrella de cine Megara Momia, de Hollywood. Por su lujoso estilo de vida, necesitaba siempre ingentes sumas de dinero; por eso pude comprarle el pergamino, aunque me costó una fortuna.

—¡Vaya! —dijo Sarcasmo—. Ahora ya se va aclarando el asunto. De todos modos, me temo que te han timado a fondo. Lo que viene de esa región rara vez es auténtico.

—¿Qué quieres decir?

—Que muy probablemente no es el original, sino alguna de esas imitaciones comunes.

—Es el original. Estoy absolutamente segura.

—¿Se lo has mostrado a algún experto? Déjame examinarlo.

La mirada del brujo reflejaba una actitud expectante. Frunciendo la boca, la tía replicó:

—Enséñame el tuyo, y luego te enseño yo el mío.

—¡Bah! ¿Sabes? —respondió Sarcasmo con gesto de desinterés—. En el fondo, a mí me es indiferente. Quédate con tu parte y yo me quedo con la mía.

Estas palabras surtieron efecto.

La tía se quitó de la cabeza su gigantesco sombrero y comenzó a sacar del interior de la enorme ala un largo rollo de pergamino. ¡Para eso se había cubierto la cabeza con una pamela tan estrafalaria! Además, ahora se podía ver que sólo le quedaban algunos mechones teñidos de rojo chillón que, en la parte superior del cráneo, estaban enroscados en un raquítico moño con forma de cebolla.

—Es el original —dijo, nuevamente irritada, y le tendió al sobrino el extremo rasgado.

Sarcasmo se inclinó, se ajustó las gafas y, por las peculiaridades de la letra y por otras características, advirtió inmediatamente que su tía tenía razón. Sarcasmo intentó cogerlo, pero la tía se lo quitó.

—¡Las manos quietas, muchacho! Ya es suficiente.

—¡Hummm! —murmuró Sarcasmo, y se frotó la barbilla—. Parece que es realmente la primera parte de la receta. Pero ¿para qué es la receta?

Tirania se movió inquieta en su silla.

—No te entiendo, Belcebú. ¿Por qué haces tantas preguntas? A fin de cuentas, diez mil táleros no son una bagatela. ¿O pretendes elevar el precio, viejo estafador? Bien, ¿cuánto? Dilo de una vez.

Y la bruja comenzó a sacar de su bolsito-caja de caudales más fajos de billetes.

A Sarcasmo le sudaba la calva.

—Me pregunto —murmuró— quién estafa aquí a quién, querida tía. Así que habla de una vez. ¿Qué clase de receta es ésa?

Tirania cerró sus puños, pequeños y regordetes.

—¡Oh, al viernes negro tú y tu curiosidad! Es sencillamente una antigua receta de un ponche. Me apetece tomarlo esta noche porque, al parecer, es exquisito. Los buenos degustadores somos así: pagamos cualquier suma por esos placeres especiales.

—No es cierto, tía —replicó Sarcasmo moviendo la cabeza—. Los dos sabemos que, al menos desde hace cien años, has perdido el sentido del gusto. No puedes distinguir el zumo de frambuesa del ácido sulfúrico. ¿A quién pretendes ocultar algo?

Tirania se levantó temblando de ira y caminó a grandes zancadas por el laboratorio. Durante la conversación había estado cada vez más inquieta y, en varias ocasiones, había mirado disimuladamente al reloj.