EN su vaso de fuego frío, el ponche giraba velozmente como en una centrifugadora, pues dentro del vaso daba vueltas, fulgurando y chisporroteando, la cola de un cometa semejante a una dorada gigantesca que hubiera enloquecido.
Sarcasmo y Tirania habían vuelto de la cuarta dimensión y, totalmente agotados, se habían dejado caer en sus sillas. En aquel momento les habría gustado tomarse algunos minutos para relajarse. Pero les era absolutamente imposible permitirse tal cosa: los habría puesto en grave peligro de muerte.
Contemplaban el recipiente con ojos vidriosos. Aunque, en principio, el ponche estaba a punto y ya no tenían nada que hacer, en estos últimos minutos anteriores a la culminación de su diabólica obra había que vencer aún una dificultad, que resultó ser la mayor de todas. Consistía en no hacer algo concreto.
Según la última de las instrucciones del pergamino, ahora sólo tenían que esperar hasta que el líquido estuviera totalmente en reposo y se hubieran disuelto por entero todas las turbulencias. Pero hasta ese momento les estaba absolutamente prohibido preguntar algo, y ni siquiera podían pensar una pregunta.
Toda pregunta (por ejemplo, «¿Saldrá bien?» o «¿Por qué hago esto?» o «¿Tiene algún sentido?» o «¿Qué saldrá de ahí?») encierra una duda. Y en estos últimos instantes no se podía dudar absolutamente de nada. Ni siquiera podía uno preguntarse mentalmente por qué no podía plantear ninguna pregunta.
Porque el ponche, mientras no estuviera en pleno reposo y fuera claro y transparente, se encontraba en un estado muy delicado e inestable, en el que podía reaccionar incluso ante los sentimientos y pensamientos. La más mínima duda acerca de él podía hacer que todo el mejunje explotara como una bomba atómica y volaran por los aires no sólo el mago y la bruja, sino también Villa Pesadilla y el barrio entero.
Ahora bien, es sabido que no hay nada más difícil que no pensar en algo concreto que se le ha dicho a uno. Por ejemplo, normalmente uno no piensa en los canguros. Pero si se le dice que durante los cinco minutos siguientes no debe pensar en los canguros bajo ningún concepto, ¿cómo se las arregla para no pensar precisamente en los canguros? Sólo hay una posibilidad: es preciso pensar con la mayor concentración posible en algo distinto, sea lo que fuere.
Pues bien. Sarcasmo y Tirania estaban allí sentados, y por el miedo y el esfuerzo de no pensar en ninguna pregunta, los ojos se les salían literalmente de las órbitas.
El mago recitaba en voz baja todas las poesías que había aprendido en su desierto de infancia. (Entre los nigromantes, desierto de infancia es lo que en el caso de las personas normales se llama jardín de infancia.)
Monótonamente y sin pausas murmuraba:
Soy una pequeña sabandija
y ya resulto nauseabunda.
Quiero dejar de ser canija
para volverme bestia inmunda.
O:
Cuando el niño se comió la rana
fue tan grande su alegría,
que decidió que el mal haría
siempre que le viniera en gana.
O:
Benjamín pone mucho cuidado
al desplumar al viejo gallo,
porque el que desea ser taimado
no puede cometer fallos.
O, finalmente, hasta las canciones de cuna que su madre solía cantarle cuando era pequeño:
¡Mi niño dormido está!
El conde, su padre,
ha ido a chupar sangre,
y vuela sin parar.
¡Mi niño dormido está!
¡Bebe, mi niño, bebe!
Los colmillos te crecen ya
y podrás tragar como papá:
un mordisco aquí, otro allá.
¡Bebe, mi niño, bebe!
U otros versos y canciones igualmente edificantes.
Entretanto, Tirania Vampir calculaba mentalmente cuánto habría producido hasta el día de hoy, con todos los intereses de los intereses, un único tálero que se hubiera colocado el año cero en una cuenta bancaria, suponiendo que el banco existiera en la actualidad.
Hizo el cálculo con la siguiente fórmula, conocida por todos los magos y brujas multiplicadineros:
Kn = Ko (1 + i)n
Había llegado ya a una suma de dinero que equivalía al contravalor de varias bolas de oro del tamaño del globo terráqueo, pero todavía le faltaba mucho para llegar a nuestros días. Calculaba y calculaba, pues de sus cálculos dependía su vida.
Pero cuanto más se prolongaban los minutos —el ponche no estaba aún en pleno reposo ni totalmente claro—, mayor sensación tenía Sarcasmo de que todo su largo cuerpo se curvaba para formar un signo de interrogación.
Y a Tirania le parecía que todas las interminables columnas de números que veía delante de ella estaban compuestas de miríadas de signos de interrogación, microscópicamente pequeños, que bailaban y se mezclaban unos con otros y no querían estarse en el lugar que les correspondía.
—¡Por todos los genes clonizados! —suspiró finalmente Sarcasmo—. No voy a poder aguantar más. Ya no me sé ninguna poesía más…
Y Tirania musitó despavorida:
—Me he hecho un lío con mis cálculos. Igual…. igual… Creo que es igual a…
¡Plafff!
El sobrino había propinado a su tía una bofetada con toda la violencia de la desesperación.
—¡Ay! —gritó la bruja fuera de sí.
Y le dio a su vez un sopapo tan fuerte a su sobrino que las gafas de éste volaron por el laboratorio.
Y así comenzó entre los dos un intercambio de golpes digno de dos campeones de lucha libre.
Cuando finalmente se detuvieron, se hallaban sentados en el suelo y se miraban jadeantes. El sobrino tenía un ojo amoratado, y la tía, la nariz ensangrentada.
—No ha sido por motivos personales. Titi —explicó Sarcasmo, y luego señaló con un gesto el vaso de fuego frío.
—¡Mira!
El torbellino de chispas de la cola del cometa se había apagado por completo, habían desaparecido todas las turbulencias, y el ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso brillaba claro e inmóvil con todos los colores del arco iris.
Los dos emitieron un profundo suspiro de alivio.
—Lo de la bofetada —dijo Tirania— ha sido la idea salvadora. Eres un gran tipo, muchacho.
—Sabes, tía —comentó Sarcasmo—. Ya ha pasado el peligro. Ahora podemos pensar lo que queramos. Y debemos hacerlo a nuestro antojo, ¿no crees?
—De acuerdo —respondió la bruja, y puso los ojos en blanco.
El mago sonrió sarcásticamente. Naturalmente, había hecho aquella propuesta con segunda intención. La tía se iba a encontrar con sorpresas.