UTILIDAD DEL PARAGUAS

En temporada de lluvias establecemos otra relación con los objetos. La humedad obliga a golpear los saleros el tiempo suficiente para recordar que la sal es dañina. El periódico llega empapado, y aunque de nada sirve meterlo al microondas cedemos a la tentación, esperando que se achicharre lo que no queríamos leer. Los zapatos cambian de textura; siempre están fríos y parecen hechos de un vegetal que no le gusta a los calcetines.

Pero el objeto rector de la temporada es el paraguas. Relegado a la categoría de cachivache el resto del año, emerge como el misterioso cetro de la vida. Trataré de describir algunos de sus usos.

El paraguas es un talismán para que no llueva. La cultura del trópico, a la que pertenecemos con relativa conciencia, sabe que un paraguas no puede nada contra la tormenta. No lo llevamos para enfrentar huracanes sino para conjurarlos. La primera lección del ser empapado: «Si hubiera traído paraguas, no habría llovido.»

El paraguas define personalidades. Una persona con paraguas parece confiable; sabe que el tiempo puede empeorar y se previene. Poco importa que ese objeto no ayude contra los charcos; ha sido creado para dramas menores, como el casco de los paracaidistas.

El paraguas negro revela un carácter sobrio, sin que eso implique a un notario o a un enterrador. Todo objeto tiene una posibilidad de ser neutro. La neutralidad del paraguas es negra.

Las aspiraciones de pompa y circunstancia se cumplen imitando telas escocesas o fantasías que van de lo taurino a lo oriental. Hay diseños tan exagerados que cuesta trabajo imaginar el escenario en que serían naturales: «Si el Taj Mahal tuviera goteras…»

Cuando el paraguas es dorado, transparente o dálmata, conviene que el portador se dedique a un oficio al que le perjudica usar ropa normal (supongo que el maquillista de Batman no se viste como burócrata).

Las sombrillas imitación leopardo o cebra se ven mal fuera de los parques temáticos, pero permiten hablar de cosas ajenas al orden del día (por ejemplo, de un león al que le quitaron la piel y fue confundido con una rata gigante en el mercado de Tlalnepantla o de Atizapán, es decir, de temas que no tienen que ver con paraguas, ni con África, ni con el trabajo, ni con leopardos o cebras, sino con las ganas de hablar).

Como el ciclo de los paraguas es muy agitado, uno puede empezar la temporada como el duque de Kent y terminarla usando un microparaguas con dibujos de Cartoon Network.

A últimas fechas, el DF ha sido inundado por paraguas de siete colores. Supongo que fueron diseñados para los payasos del mundo o para distinguir a un kilómetro al tío Kurt en una ladera nevada de los Alpes. La personalidad que revelan en México es la de ser rehenes del comercio ambulante.

El paraguas chino. Hubo un tiempo en que las sombrillas de papel coloreaban el paisaje donde volaban las garzas. De entonces a la fecha, China se ha convertido en gran productor de quincalla, sometiendo la economía a un triunfo mental. La sabia nación de Confucio produce cosas inservibles que los demás países compran (ellos no las usan porque se la pasan trabajando y aún no se enteran de que se promulgaron los Derechos del Hombre). Los productos chinos duran el tiempo suficiente para ser comprados. Son tan baratos que resulta más económico usar muchos bolígrafos chinos a lo largo del año que uno hecho en México. Además, están en todas partes. Sales a la calle, comienza a llover y no tienes tiempo de ser patriota: compras un paraguas hecho por un niño de Shanghái que recibe una escudilla de arroz por dieciséis horas de trabajo. El paraguas podría servir para activar la conciencia social y sabotear las Olimpiadas de Pekín, pero la lluvia vuelve olvidadiza a la gente. Cuando las gotas te salpican por un defecto de fabricación, recuerdas que China vende chatarra; luego los precios rectifican tu parecer y compras otro paraguas chino.

El paraguas adiestra la memoria. Los meses de lluvia rara vez transcurren sin que alguien pierda un paraguas. La razón es obvia; se trata de algo que no siempre usamos, pero que tampoco es tan inusual como salir a la calle en caballo. Lo cierto es que de pronto nos quedamos sin paraguas. ¿Dónde quedó? El extravío obliga a volver mentalmente al sitio donde tu atención fue más débil: la cantina en la que Pepe pidió que no lo dejaras solo, la reunión donde Sarita te puso nervioso, la conferencia en la que también se te olvidó el PowerPoint. Lo raro es que el paraguas suele aparecer en un sitio inocente (la casa de tu madre, donde sólo estuviste alerta ante los tamales). Esto brinda nuevas posibilidades a la mala conciencia: «¿Si puedo perder mi paraguas ahí, qué pasará cuando vea a Sarita?»

El paraguas prueba la honestidad. Cien personas llegan a una galería. Está lloviendo. Todos dejan sus paraguas en un cobertizo y se dirigen al coctel. Al final del acto sigue lloviendo. Cada quien recoge su paraguas y continúa su trayecto. Obviamente, la escena no ocurre en México, donde un paraguas es propiedad de quien lo trabaja. Comprobé esto en Barcelona. Se dirá, con razón, que es esnob ir tan lejos para decepcionarse de los paisanos, pero sólo entonces supe lo cerca que un paraguas suelto está del alma nacional. Durante tres años en Barcelona sólo en dos ocasiones padecí un robo de paraguas, ambas en el Consulado de México. Es una pena que las fiestas patrias caigan en el lluvioso septiembre.

«A mí también me pasó lo mismo», me comentó un compatriota: «¡Tuve que robarme otro al salir!», agregó con la espontaneidad de quien ejerce el cinismo sin saberlo.

Lo peor es que yo lo había visto llegar al Consulado sin paraguas. El olvido es selectivo: el primer paraguas de un mexicano suele ser imaginario; el segundo es el que se lleva en compensación.

La más importante lección del clima mexicano: en caso de lluvia, se desaconseja usar paraguas. Aquí las tempestades sólo se soportan bajo techo.

¿Hay vida en la Tierra?
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