EN LA LUNA

Cuando el hombre llegó a la luna, yo tenía doce años y no sabía silbar. Podía soplar un débil sonido, pero anhelaba el contundente chiflido de los arrieros o los entrenadores de futbol.

En vano ensayé métodos como doblar la lengua o introducir dos dedos en la boca. Envidiaba al repartidor de leche que tenía una novia en un cuarto de azotea. Al llegar a nuestra calle, producía un gorjeo que desembocaba en un lazo musical. Su novia se asomaba a verlo, con el pelo recién lavado. Como ella no sabía silbar, o le daba vergüenza hacerlo, sacaba un espejo y mandaba brillos a la banqueta donde la amaba un hombre rodeado de botellas de leche.

Silbar equivalía entonces a los mensajes de texto que hoy se mandan por teléfono celular. La Colonia del Valle, donde yo vivía, dejaba de ser un sitio de casas bajas para transformarse en la zona con más edificios de la ciudad de México. Los destinos comenzaban a volverse verticales y el lechero inauguraba un truco para llamar la atención de una chica que vivía en órbita.

Entonces todo tenía que ver con el espacio. Hablábamos del proyecto espacial Géminis y luego del Apolo. La vecina del 4 le puso Laika a su perra, por la primera cosmonauta canina. En las noches, desde el balcón de mi departamento, buscaba la curva oscura del Ajusco, donde mi primo Ernesto había visto un ovni. Muchas películas tenían que ver con la carrera espacial. Mis amigos y yo apoyábamos a los rusos porque los gringos nos habían quitado la mitad del territorio y mi desmedido tocayo Juan Escutia había muerto luchando contra ellos, envuelto en la bandera nacional.

Como cualquier adicto a la televisión odiaba al espía ruso que se coló a la misión de Perdidos en el espacio (sobre todo, odiaba la voz que lo doblaba) y estaba convencido de que el protagonista de Mi marciano favorito también era un espía ruso, sólo que muy positivo.

En 1969 la vida tenía sentido porque los Beatles no se habían separado y John Lennon componía Across the Universe. Un cohete se acercaba a la luna y en el Distrito Federal el suburbio de moda se llamaba Ciudad Satélite. El ambiente se había vuelto cósmico.

Sin embargo, en nuestro mundo sublunar también existían las preocupaciones locales. Mi amigo Carlos y yo nos habíamos enamorado de unas gemelas de ojos color miel que vivían en el Centro Urbano Presidente Alemán, en la esquina de Félix Cuevas y Avenida Coyoacán.

Las conocimos en la tortería Don Polo y sólo pudimos distinguirlas porque Gloria pidió licuado de fresa y Mónica de durazno. Nos cautivó que una fuera el espejo de la otra, atracción esencial para dos amigos inseparables.

Por desgracia, las hermanas tenían severa vigilancia. Era imposible cortejarlas sin que aparecieran dos hermanos nefastos, acompañados de una pandilla de menores de edad que ya fumaban.

Carlos decidió enamorarse de Gloria por una frívola razón: odiaba el durazno, sabor favorito de Mónica. Recordé un episodio de Don Gato y su pandilla que giraba en torno a un hueso de durazno con poderes especiales y no discutí las preferencias de mi amigo.

Para comunicarnos hasta el piso donde ellas vivían diseñamos dos melodías distintas, que hubieran subido como plegarias al cielo en caso de que supiéramos chiflar. La inclemente época de nuevos edificios exigía que los enamorados hablaran como los pájaros.

Carlos era un lector voraz de la revista Duda, bastión esotérico, y juzgaba que las gemelas nos convenían por ser Piscis, signo que se representa duplicado. Además tenía una tía jarocha con fama de vidente. Ella le recomendó una brujería para poder silbar: dejar caer doce gotas de sangre en un buche de gallo y colocarlo en un pirul para que se «serenara» bajo la luna. Ciertas palabras tienen autoridad propia. El embrujo me pareció serio cuando Carlos pronunció la palabra «serenar».

No nos costó trabajo que nos regalaran dos buches de gallo en una pollería, distinguimos un pirul por las bolitas rojas que colgaban en sus ramas y nos pinchamos el dedo con un alfiler.

Estábamos absortos en esta tarea cuando un amigo llegó en su bicicleta a decirnos que la llegada a la luna se había retrasado porque a uno de los astronautas no le cerraba el traje. Nos dio tiempo de subir al árbol y colocar el emplasto.

Esa noche vimos a Armstrong caminar en la superficie lunar, con los pasos de quien avanza bajo el agua. Un locutor dijo que la era moderna había comenzado.

Ya en mi cama, me pregunté si el hechizo serviría con una nave en la luna.

Al día siguiente Carlos me dijo: «La luna se volvió científica.» No hubo magia ni aprendimos a silbar. Las gemelas no oyeron nuestros reclamos. Fracasamos en la misión espacial de tener novias en un cuarto piso.

El pirul donde Carlos y yo depositamos nuestra sangre, la pollería que nos donó los buches y la casa donde vimos el alunizaje han dejado de existir.

La luna sigue igual. Lejana, inconstante, como las niñas que veíamos aparecer y desaparecer en un edificio.

Hace poco, Carlos llamó para decirme: «Hace cuarenta años que no sabemos silbar.» Se le ocurrió un nuevo hechizo, pero no voy a probarlo.

¿Hay vida en la Tierra?
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