LA NUEZ DE CASTILLA
Cuando entré al laboratorio una enfermera dijo:
—Como una nuez de Castilla.
No entendí y tomé una ficha. Luego la mujer habló de «la popocita» y me dio vergüenza tener oídos. Después de siglos destinados a olvidar sus residuos, el hombre se desconcierta en esas antesalas olorosas a alcohol donde los empleados hablan con natural afecto de secreciones.
El español de México ha substituido los actos de orinar y defecar por eufemismos aritméticos, «hacer del uno» y «hacer del dos». Con el mismo sentido del encubrimiento, llevamos la muestra para el coprocultivo en nuestra mejor bolsa de Liverpool.
Después de tomar mi ficha (la 44) me encontré a Martín (nombre con el que protegeré su identidad). Es uno de mis mejores amigos pero me vio como si yo fuera el presunto magnicida Mario Aburto, que acababa de ser arrestado en esos días.
Atendían la ficha 26 y Martín tenía la 42. Podíamos conversar durante dieciséis pacientes, un tiempo que hubiera sido tolerable de no ser por las sillas en forma de cáscaras tubulares y porque Martín sostenía en sus manos la acusatoria bolsa rosa.
—¿Fuiste a Liverpool? —pregunté con imperdonable mala educación.
—Tengo amibas. —Señaló su sien para que mis ojos se alejaran de la bolsa.
—¿Tienes amibas en la sien?
—No seas pendejo. Me duele aquí y me mareo y se me nubla la vista.
Entonces, una muchacha con cola de caballo decorada con pompones rojos (una crin de poni de feria), intervino en la conversación:
—Me siento igualito. A cada rato me gana el vómito —dijo con alegría—. Ojalá esté embarazada. ¿O serán amibas?
Durante diez minutos mi amigo, que usa jabón líquido para no tocar una pastilla usada por los demás, escuchó los síntomas de la muchacha. El nerviosismo o la felicidad anticipada de ser madre la impulsaban a socializar sus malestares. Martín le pareció un cómplice repentino y le hizo una pregunta que en otra circunstancia hubiera sido moral:
—¿Obra usted bien?
Martín cerró los ojos, como si deseara ser envuelto por su bolsa.
Recordé que no conozco a nadie más que le ponga talco a sus zapatos. Justo a él le tenía que tocar esa vecina de asiento. Por suerte, una señora terció en la conversación. Habló de un profeta de la fibra, un genio que conocía las más recónditas virtudes digestivas de las leguminosas.
Empezó a generarse una extraña confianza. Avergonzados de estar ahí, a punto de depositar lo peor de nosotros, necesitábamos hablar de nuestra burda materia porque la razón de la visita era aún más innombrable. Nadie quería mencionar la enfermedad agazapada, la cita con el destino que llevaba en un frasco de Nescafé.
En ese momento una muchacha pálida, de enormes ojos negros, dijo con voz muy suave:
—Es posible que me tengan que hacer un ano adventicio.
La frase fue horrenda y sin embargo, o por eso mismo, tuvo la virtud de tranquilizarnos. El ser humano es una sustancia mal cosida. Ni más ni menos. Aquel ángel dramático habló de una severa oclusión y la posibilidad de que le abrieran una ojiva en el bajo vientre. Su voz y el nombre del remedio eran dignos de la escatología cristiana.
La discípula del profeta de la fibra comentó:
—Es tan normal ir tres veces diarias como ir cada tres días.
Un par de testigos se animaron a confesar sus normalidades.
Justo cuando la solidaridad empezaba a superar al asco, una enfermera preguntó como si ofreciera botanitas:
—¿Quién viene al conteo de esperma?
Un hombre alzó la mano.
—¿Lleva cinco días de abstinencia?
El hombre dijo «sí» en tono humildísimo. Aunque la vida es pródiga en días de abstinencia, lo vimos con inmensa piedad.
Cuando llegó el número 44, me pasaron a un cubículo. Mientras me encajaba la aguja, la enfermera habló de los asaltos que había sufrido el laboratorio. Dos a mano armada, en el último mes. En eso, oí un alarido. Pensé que se trataba de otro atraco. Me asomé a la sala por el hueco de una cortina. La chica de la cola de caballo gritaba de felicidad. Su análisis de embarazo había salido positivo.
El clima de exaltación duró poco. Una enfermera sostenía un frasco enfrente de Martín:
—Su muestra es demasiado pequeña. Tiene que traer una del tamaño de una nuez de Castilla.
Martín no sabía cómo era una nuez de Castilla pero se sabía incapaz de producirla. Estrujó su bolsa, profundamente humillado.
La chica de la cola de caballo agitó la papeleta con sus resultados.
Un hombre miraba la escena con atención, como si fuéramos animales complicados, o como si descubriera, al fin, el sitio donde todo empieza y todo acaba.