PROSA DE BAJA TENSIÓN

I

En homenaje a Jorge Ibargüengoitia, máximo cronista de los desastres de Coyoacán, el martes este barrio estuvo al servicio de los apagones. Con un sigilo digno del desembarco en Normandía, la Compañía de Luz y Fuerza subió a los postes para poner en práctica un plan neurótico: la luz se iba y volvía como si midiera los arrebatos emocionales de Ana Karénina.

Los altibajos de la corriente bloquearon mi cerebro: no tenía tema para mi artículo. Recordé un consejo de Ibargüengoitia: salir a la intemperie a esperar que los rayos infrarrojos produzcan una iluminación. Eso hice, sin otro éxito que recordar mi reciente visita a los Señores de la Luz.

II

—Para los cuates siempre hay tiempo —dijo el encargado del mostrador.

Me supe perdido. Esa amabilidad valía por lo menos cincuenta pesos. La Compañía de Luz está amueblada con asientos de trolebús. A las nueve de la mañana no había un asiento libre. Una maquinita roja expendía fichas; le tocaba el turno a la 64 y atendían la 32. Los clientes se dividían en dos: unos masticaban tamal, otros se escarbaban los dientes con un papel doblado.

Un hombre de triple suéter atendía asuntos de rutina. En la otra ventanilla, un colega con chamarra de la UNAM hojeaba un periódico nefasto. Le pregunté si necesitaba ficha para hablar con él. Fue entonces cuando dijo lo de los cuates. Dobló el periódico en cuatro partes (en el código del servidor público mexicano, sacrificar la lectura del periódico justifica un soborno).

Vi a los demás en los asientos, como si aguardaran un trolebús a La Piedad. Enseñé mi recibo.

—¡Uy, mi cuate! —El encargado humedeció sus labios con deleite—. En Almoloya gastan menos.

La mención de una cárcel de máxima seguridad donde los presos duermen con la luz encendida me hizo temer lo peor. A continuación, el amigo repentino me obligó a confesar mis costumbres eléctricas: no apago la computadora porque la pila (que tiene una relación íntima con la memoria) ya se gastó y el repuesto no ha llegado a esta rinconada del tercer mundo… En las noches dejamos dos luces prendidas porque todo mundo sabe que los ladrones armados con una AK-47 se asustan con dos focos… Por defectos de albañilería, para subir agua al tinaco hay que encender una bomba y para bajarla hay que encender otra… Nuestro hijo duerme con una luz prendida porque si no se convierte en el Pokémon número 151…

Soy rehén de la electricidad al grado de irle al Necaxa, el equipo de los Rayos. Debí pedir disculpas por interrumpir la lectura del periódico, pero un fondo de dignidad, o un recóndito orgullo por mis aparatos, me hizo insistir en que mi consumo debía ser menor que el del Estadio Azteca.

—Entre gitanos no nos leemos la suerte. —El encargado se rascó la cabeza—. ¡A qué, mi Juan Camaney! La gente paga aunque la boleta salga mal. ¡Por pura jactancia! La gente es muy cábula, muy cabroncita. Y no me salgas con que pagan para que no les corten el servicio. ¡Ni ven la cantidad! Se jactan y ya. Tú no eres de ellos: tú gastas mucha luz. ¿Desenchufas la tele antes de dormirte?

Tuve que confesar que no.

—¿Dónde te habías metido, Juan Camaney? —preguntó como si me le hubiera extraviado hace treinta años en la terminal de Pantaco.

No supe qué contestar pero su cabeza producía suficientes asociaciones para seguir hablando:

—¿Cómo le dices a tu señora, Gorda o Vieja?

Tampoco en este caso tuve que pronunciarme:

—Haz de cuenta que le dices Gorda. Desenchufa los aparatos uno por uno. Que ella se ponga junto al medidor mientras le gritas: «Gorda, ¿sigue dando vueltas?» Haz la prueba hasta que se pare el medidor. Si no, hay una fuga.

Extendió la mano para recibir el pago que al cabo de tanta confianza ya iba por los cien pesos.

III

La siguiente ocasión en que llegaron a mi casa a «tomar la lectura», hablé con un técnico.

—La solución es un diablito. Nosotros te lo ponemos y la boleta te baja a la mitad. Garantizado. Eso sí, no dejes de pagar una cuenta porque abren la caja y nos descubren. Si eso pasa, yo no te conozco, Juan Camaney.

Al oír el apodo que merezco en la Compañía de Luz, pregunté el precio del pacto con el diablito.

—Seiscientos pesos.

La cantidad me pareció lo bastante alta para recordar los daños morales de la corrupción. Dije que no tenía dinero.

—Si cambias de opinión, búscanos en la oficina. Pregunta por Robert Mitchum.

IV

Juan Camaney no fue a ver a Robert Mitchum. Las cosas no han mejorado en mi casa. Ningún electricista ha sido capaz de descubrir el aparato que se roba luz y todos miran mi elevadísima boleta como si fuera una imagen de la Virgen de Zapopan.

El martes, la luz se fue toda la mañana y volvió a las seis de la tarde, en la mitad de la casa. Obviamente en esa mitad no está la computadora y en la otra no hay enchufes raros. El miércoles, un electricista hizo «un puente» entre los fusibles para que la luz llegara al resto de la casa. Esta historia, como el resto del país, pende de un alambrito.

¿Hay vida en la Tierra?
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