POR ANTONOMASIA

La tía Antonomasia vino de visita. Mi hermana Carmen le puso así una vez que dijo: «Todo tiene su antonomasia.»

La tía pertenece a un curioso tipo humano: la solterona involuntaria que acabó disfrutando su condena. Desde muy joven, fue designada por su madre para guardarle compañía: «Eres la más fea y la que zurce mejor.» Su destino auguraba tristeza con calcetines rotos. Lo único tranquilizador es que eso era común en su pueblo (para no ofender, lo llamaré Mictlantepec).

Durante un tiempo desarrolló fobia a los espejos y los objetos reflejantes (sus cubiertos eran opacos). No quería atestiguar su fealdad. Y aquí viene lo interesante: Antonomasia tiene lo suyo. No responde a los requisitos obvios de la tiranía de la belleza, pero se ha vuelto atractiva. Parece una antropóloga que convivió con tribus demasiado extrañas para que las comprendamos nosotros. Aunque en Mictlantepec su aspecto es desaliñado, la época prestigió sus prendas raras. Sus tics y su intensidad revelan un desarreglo emocional que puede ser inteligente.

Antonomasia tomó clases de primeros auxilios y combinó su talento para zurcir con técnicas para vendar. De niños, nos disfrazaba de momias.

Todo hubiera ocurrido conforme a las serenas tradiciones de Mictlantepec de no ser porque mi tía abuela, madre de Antonomasia, entró a una rutilante sucursal bancaria y no reparó en una de esas cadenitas que cuelgan a la altura de los tobillos y sirven para separar a los clientes de una zona reservada al gerente y otros especialistas.

Esas cadenitas son ofensas suaves: no están ahí como algo infranqueable; aceptas ser excluido por ellas. Saltarlas es sencillo, pero no para mi tía abuela, que tropezó, se partió la crisma y falleció sosteniendo una ficha de depósito de 625 pesos.

Antonomasia aún estaba en edad de casarse, pero ya había descubierto que el matrimonio es un calvario donde la mujer aguanta y el hombre engorda en aras de la paz mundial.

Y la paz no le interesa. Está convencida de que el bien se impone a través del conflicto. Dedicó la parte más fecunda de su vida a combatir por causas que la llevaron a contraer malaria en Ruanda y ser arrestada en Galicia en un barco que se oponía a la pesca de atún.

Hablar con ella es difícil porque siempre sabe más y lo demuestra. Ha aprendido trucos de opinionistas de la radio. Para realzar sus ideas, ofende a los que aún no han hablado: «Lo que nadie está diciendo es…» Cuando los demás se expresan, los humilla de otro modo: «Yo voy más allá…» Siempre opina lo que nadie está diciendo y siempre va más allá.

Se presentó en casa porque el primo de un vecino de Mictlantepec le chismeó que yo no estaba de acuerdo con el asesinato de Bin Laden.

Javier Marías ha expresado su asombro ante la cantidad de expertos que surgen en circunstancias difíciles de evaluar. Los enigmas históricos aconsejan un poco de perplejidad y reserva. El autor de Corazón tan blanco puso de ejemplo, precisamente, la muerte de Bin Laden. Estoy de acuerdo con él. No hablé del tema, pero nunca falta alguien dispuesto a suponer que dijiste algo que le entusiasma o le disgusta (los motivos para citar son extremos), y propaga el rumor hasta que llega a una fiscalía: tu pariente Antonomasia.

«¿Crees que el pacifismo hubiera detenido a Hitler?», me preguntó, abriendo el Gatorade con que hidrata sus opiniones. Acto seguido, pidió que me trasladara mentalmente al situation room de Barack Obama, lo cual no era difícil porque la tía convierte cualquier espacio en un «cuarto de guerra». Explicó que un juicio a Bin Laden hubiera convertido al mundo en un sitio más inseguro y que enterrarlo habría creado un santuario del mal. «El terror se combate por su propia vía: si fueras el único que pudiera frenar a un criminal con un tiro por la espalda, ¿lo harías?», preguntó, citando a James Ellroy.

Por suerte no se humilló esperando una respuesta:

«¿Qué opinas de Strauss-Kahn?», preguntó. «¿Sabes cómo se llama la verdadera mujer violada en ese caso? ¡Grecia! El FMI va a aniquilar a los griegos. Strauss-Kahn era la única carta moderada. Su sustituto será de ultraderecha. Le hicieron un montaje. Tal vez sea un cerdo, pero hubo una celada. Siempre hay que pensar a quién beneficia lo que perjudica a otro.»

Asentí y se molestó: «Aceptas sin criterio, sólo para que me calle». La verdad es que su castigo (el silencio) era mi beneficio. «Por cierto», agregó: «¿sigues escribiendo “sólo” con acento o ya te sometiste a la Academia?»

¡Al fin una respuesta fácil! «No me someto, pero los editores quitan el acento», dije. Mi débil respuesta la entusiasmó: «Ése es el problema de los intelectuales: aceptan la libertad condicionada, sin pasar a la acción. Deberías defender tus acentos como yo defendí los atunes.»

«¿Quieres que me arresten en Galicia?», pregunté, tratando de ser irónico.

El Gatorade le había dejado la lengua roja. La tía concluyó la discusión con la palabra que justifica su apodo: «La realidad no es tan rara como crees: se entiende por antonomasia.»

¿Hay vida en la Tierra?
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