LA SEGUNDA TORTUGA

Los juicios de Núremberg mostraron en forma asombrosa que el horror convive con la normalidad. En otros ratos de su vida, los verdugos nazis eran personas comunes. Esta dimensión cotidiana de la tragedia provocó la célebre formulación de Hannah Arendt en torno a la «banalidad del mal». Lo más perturbador del espanto es que no constituye una excepción.

Pensé en esto al visitar una de las sedes del holocausto: Dachau. Fui ahí durante el Mundial de Alemania 2006, en compañía del periodista deportivo Alberto Lati y el camarógrafo Oscar Gutiérrez, para hacer un corto sobre futbolistas que sobrevivieron a los campos de concentración. Ninguno de los tres había pensado antes en hacer el viaje. Nos parecía innecesario, y hasta cierto punto morboso, certificar una barbarie de la que estábamos convencidos. Sin embargo, una vez en Dachau, nos sorprendió la falta de dramatismo del espacio concentracionario. Las calzadas de pedrería, las barracas, la explanada principal y los edificios administrativos hubieran podido pertenecer a una academia militar. Aunque no faltaba información sobre las cruentas actividades que ahí se habían desarrollado, el escenario se acercaba al de cualquier internado incómodo. «No me siento impresionado, y esto me preocupa», dijo de manera elocuente Alberto. Faltaba algo. No estábamos ante la museificación del horror, pero tampoco ante su descarnada topografía. El sitio evocaba una memoria convulsa sin ponerla a la vista: contemplábamos sólo el marco del ultraje, ajeno a los detalles que lo hicieron posible.

En el estacionamiento, una flecha señalaba el McDonald’s más cercano. El campo de concentración no se desmarcaba del entorno con fuerza suficiente para sugerir que ahí había pasado algo que no debía repetirse.

Llegó la hora de comer y buscamos un sitio con televisión para ver el partido entre Inglaterra y Paraguay. Recorrimos las calles de Dachau hasta llegar a una plaza pintoresca. Alberto advirtió la paradoja de que una aldea tan apacible sobrellevara una fama tan dramática.

Encontramos un par de tabernas agradables, pero no tenían televisión. Faltaban cinco minutos para el partido cuando vimos la puerta de un pub. Fui el primero en entrar. Respiré un aire ácido; tardé unos segundos en acostumbrarme a la penumbra. El lugar estaba atiborrado de adornos. Del techo pendían cientos de tarros de cerveza. Un hombre de inmensa espalda y barba de cuento de hadas bebía en la barra. Pensé en salir, agobiado por la sensación de encierro, pero vi una televisión en una esquina. Pregunté si podían encenderla. Una mujer, de ojos muy abiertos, apareció detrás de la barra. Habló con enorme amabilidad, pero como si masticara las palabras. La quijada parecía trabársele al término de cada frase. Encendió la televisión. El partido estaba a punto de comenzar. Nuestro destino se había sellado: estaríamos ahí durante dos horas.

Oscar vio con desconfianza los adornos. Le llamó la atención un títere de amenazante seriedad. No había un solo objeto tranquilizador: calaveras y guadañas, la silueta de un vampiro en la puerta del baño, manchas de sombra donde podía asomar un muñeco sin ojos.

Al poco rato un joven entró a la taberna. Preguntó en dialecto bávaro si Petra había dejado ahí su chaqueta la noche anterior. El hecho de que ese sitio tuviera comensales, así fuese a otras horas, sirvió para calmarnos, al menos por un rato.

La dueña del local nos ofreció una especie de albóndiga hecha con tres quesos rancios y cebolla dulce. Luego nos preparó unos sándwiches hasta cierto punto comestibles. La atmósfera avinagrada era tan penetrante que no llegamos a acostumbrarnos a ella.

Empezaba el segundo tiempo del partido cuando el gigante terminó su última cerveza en la barra y alzó una mano rojiza en señal de despedida. La propietaria no tenía a nadie más que atender, tomó un papel absorbente y se dirigió a un acuario al lado de nuestra mesa. Sacó de ahí una tortuga, la puso sobre el papel y se sentó muy cerca de mí. «Todo está bien, todo está bien», le dijo a la tortuga. Repitió la frase, una y otra vez, como un rezo. No había mucho que esperar del juego defensivo de Paraguay pero traté de concentrarme en el partido para no prestar atención a la anciana que decía: «Elvira, todo está bien.» Miré a la mujer de reojo: se frotaba el párpado con el pico de la tortuga. Después de unos minutos se dirigió a la parte trasera del bar. Regresó con otro papel. Lo abrió, muy cerca de mí. Contenía carne cruda. Arrojó los trozos al agua. Para mi sorpresa, las tortugas picotearon la carne.

Al poco rato, la mujer volvió a sacar a Elvira del acuario y repitió: «Todo está bien, todo está bien.» Era como si ambas, la dueña del bar y su animal, acabaran de sobrevivir a algo atroz.

Cuando el campo de concentración estaba en funcionamiento, la mujer debía de haber tenido diez años. ¿Qué recuerdos determinaban su mente? ¿De qué quería aliviar a la tortuga que alimentaba con carne cruda? Algo se cruzaba en ese cuarto oscuro, algo nos excedía.

Cuando pedimos la cuenta, la mano de la mujer acariciaba el caparazón de Elvira.

Pocas veces la conclusión de un partido me ha causado tanto alivio. Quería respirar aire fresco, salir de esa cripta que se sustraía al tiempo. La mujer nos dirigió una mirada dulce con los ojos azules que habían visto la niebla y la noche de Dachau. Se despidió y volvió a sus tortugas. Elvira aguardaba sus caricias. Al fondo del acuario, inmóvil, reposaba una segunda tortuga. La mujer pronunció su nombre con suavidad. Estábamos predispuestos a que todo nos afectara en ese sitio, a encontrar ahí saldos de una historia devastada, y quizá otorgamos demasiado sentido a lo que sólo dependía de la locura y el azar. Lo cierto es que el nombre de la segunda tortuga, quieta al fondo de agua, resumió el estremecimiento de ese día.

En efecto, se llamaba Adolf.

¿Hay vida en la Tierra?
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