EL PELUQUERO DEPRIMIDO

Fui trasquilado por falta de amor a la humanidad. Naturalmente, tardé en advertir que la rapada tenía causas morales. Todo empezó con la difícil tarea de encontrar en Barcelona una peluquería que no pareciera un laboratorio de nouvelle cuisine. En los locales con sillones de diseño, los pelos se transforman en fideos de dramática posmodernidad. La verdad sea dicha, me gustaría tener suficiente material para someterme a esa aventura, pero pertenezco a la especie rala que sale de la peluquería de moda sin otra distinción que sugerir que el corte se hizo con cortaúñas.

En una esquina del Ensanche encontré la clásica peluquería simple: tubo de tres colores en la puerta, sillones giratorios de cuero, infinidad de frascos de plástico y fotos recortadas de revistas, con fantasiosos cortes de pelo que están ahí de adorno pero nadie pide. Un hombre de unos setenta años barría el piso. Llevaba la filipina blanca de los barberos de antes, incapaces de bautizar su negocio como «Edoardo» o, peor aún, «D’Edoardo».

Tal vez para demostrar que no está en posesión de un arma blanca, el hombre con tijeras no para de hablar. Cuando se limita a fumar mientras esculpe un copete en forma de budín, despierta toda clase de sospechas (en este axioma se basa la película El hombre que nunca estuvo ahí, de los hermanos Coen). El peluquero en cuestión pertenecía al modo canónico: activaba las tijeras aunque no cortara, como un tic para tomar impulso, y hablaba sin freno ni cansancio, a pesar de que uno de sus temas era precisamente el cansancio. Tres meses atrás, su socio había sido asaltado en una estación del metro y no quería volver al trabajo, abatido por la depresión. Él tenía que atender a todos los clientes. Había buscado un sustituto, pero no corren tiempos de gente de tijera. Me hizo ver que los negocios nuevos se llaman «estéticas», como si ahí oficiaran teóricos hegelianos. Por contraste, comentó mientras me untaba la espuma de un jabón barato, los locales tradicionales deberían llamarse «éticas».

Durante tres meses, el hombre dedicó sus domingos a visitar a su socio. Caminaban en la playa en compañía de un perrito, hablaban de las décadas compartidas en un rectángulo de dos por cuatro hasta llegar al momento fatal: la boca del metro, el asalto, el temor a perderlo todo, el sinsentido de cortar pelo. Una desolación profunda trabajaba por dentro a su amigo y le impedía abrir tijeras.

La depresión del socio acabó por deprimir a mi peluquero. Consultó a un psiquiatra y le recetaron ansiolíticos. Hablaba de su propio mal como si fuese un efecto secundario y llevadero de la depresión original, la de su amigo.

En las siguientes visitas se quejó del exceso de trabajo y volvió a hablar de su socio, cuya tristeza informe hacía que él tomara calmantes. Aunque no se asumía como enfermo, su relato trataba de un paciente, el socio, que producía dos malestares. Cuando el otro se curara, los ansiolíticos serían un frasco más en la repisa, semejante al spray de Vetiver.

Al cabo de unos meses conocí al segundo peluquero. Tenía la mandíbula cruzada por una cicatriz y arrastraba un pie. Me saludó de mal talante: dos clientes aguardaban turno. Los vio de reojo y dijo, con una mueca conciliadora: «No se preocupe: ésos tienen tan poco pelo como usted.» En unos minutos se hizo cargo de mí; cortaba de prisa y con algún descuido. Le pregunté por su socio. «Está de vacaciones», contestó con una sonrisa oblicua, como si «vacaciones» fuera el sobrenombre de un hospital, un manicomio o un cementerio. Miraba de modo curioso, tal vez concentrado en los pelos en las orejas, y hablaba sin cesar, en tono atropellado. No entendí o, mejor dicho, no quise entender lo que decía. Extrañé al otro peluquero, cuya auténtica enfermedad era su socio.

Me refugié en una revista de mujeres desnudas y escritores famosos. Fui absorbido por una prosa sensiblera; el autor luchaba contra las injusticias del planeta con aires de superhéroe. De cualquier forma, era suficientemente deplorable para no dejar de leerlo: lo pésimo magnetiza más que lo malo. Me perdí en la argumentación del articulista que salvaba al mundo. Cuando alcé la mirada, encontré en el espejo a una persona que se me parecía y venía de un campo de exterminio. El peluquero sonreía como si mi cráneo fuera su terapia. El asaltado había regresado para vengarse.

Un artículo de Chesterton, «El barbero ortodoxo», me hizo pensar en otra moral para la historia: «Antes de que alguien hable con autoridad de amar a la humanidad, insisto (e insisto con violencia) en que debe estar siempre agradecido de que su barbero trate de hablar con él. Su barbero es humanidad: que ame eso.» El barbero conversacional representa para Chesterton la primera frontera de la tolerancia. Si alguien es incapaz de oírlo divagar sobre el clima o la política, que no diga luego que se interesa en el Congo o el futuro de Japón.

Mi negativa a oír al segundo peluquero se debía a lo que me contó el primero, pero las tareas humanitarias no admiten sustituciones. En el sillón giratorio hay que oír a todos los peluqueros.

La cobardía o una abstracta superstición me hicieron repudiar lo que aquel hombre llevaba dentro. El resultado quedó a la vista. No es casual que, ante las vistosas tentaciones de las «estéticas» para el pelo, el peluquero original, y ahora ausente, haya propuesto que su negocio se llame «ética».

¿Hay vida en la Tierra?
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