EL PRESTAMISTA

«¿Te acuerdas de cuando llegó la máquina?», me preguntó Tulio. Llevábamos treinta años sin vernos y me remitió al pasado con esa pregunta. Nuestra mayoría de edad coincidió con un invento que transformó las costumbres. Me refiero a la instalación en México de los primeros cajeros automáticos, asombro que sucedió en 1972 o 1973.

Tulio no olvida la aparición de «la máquina», como la sigue llamando, porque hasta ese momento él tenía el raro prestigio de los prestamistas.

Iba a la preparatoria con una mochila del Atlante en la que llevaba un pequeño cofre con billetes de cincuenta pesos. No administraba una fortuna, pero disponía de suficiente efectivo para sacar de apuros a cualquiera.

Si una patrulla te detenía, si la chica esquiva te hacía caso de repente, si se ponchaba el balón en medio partido o se organizaba una fiesta exprés, había que buscar a Tulio.

En esa época anterior a Swatch, los relojes eran empeñables. Tres o cuatro veces, el mío entró y salió de la mochila con escudo del Atlante.

Tulio cobraba un interés muy inferior a las comisiones bancarias de hoy en día; anotaba las deudas en un cuaderno de tapas duras, y tenía la elegancia de fingir que las olvidaba. No necesitaba insistir en que le pagáramos. La falta de reloj recordaba con apremio que éramos deudores.

El prestamista no venía de una familia acaudalada. Se privaba de refrescos y caminaba veinte cuadras para no gastar en el tranvía con tal de disponer del efectivo que lo volvía necesario entre nosotros.

Hubo veces que lo buscamos a deshoras para llevar serenata o sacar del hospital a un compañero que había chocado. Despertamos a sus padres, ya habituados a las rarezas del hijo, y supimos que por las noches escondía el cofre en una caja de galletas, capricho que le daba a su afición un toque artístico.

También sus ropas venían de préstamos. Su eterno suéter gris le llegaba a la mitad de las manos. Era la herencia de un hermano mayor, recordado en la preparatoria como una leyenda del basquetbol.

Sin ser popular, Tulio era importante, no sólo por fungir como transitorio albacea de nuestros relojes, sino porque conocía las necesidades que nos llevaban a depositarlos en sus manos. Además, era el mejor ajedrecista de la prepa, lo cual reforzaba su reputación de genio especulativo.

Cuando nos hicieron una prueba de Orientación Vocacional, pensé que obtendría alto puntaje como Contador. Así fue, pero no fue señalado como contador de dinero, sino de historias. La psicóloga entendió que su futuro estaba en Letras.

Tal vez al reverso de sus páginas contables, Tulio narraba nuestros apuros. Su posición era ideal para convertirse en cronista del grupo, o al menos de sus urgencias.

Quise robarme su cuaderno como otros habían querido robarse su cofre. El delito no fue necesario porque le pedí permiso para verlo y me dejó revisarlo a mi antojo. Sólo contenía sumas y restas.

«¿Y las historias?», pregunté. Me vio como si yo hablara de un ovni que había visto desde la azotea (tema muy actual en ese tiempo). Le recordé la prueba de Orientación Vocacional. «La psicóloga está loca», contestó. Él se veía a sí mismo de otro modo, como un actualizado héroe de Balzac, dominando una empresa de dinero rápido para gente de confianza.

Fundar un banco significaba una desmesura para alguien sin recursos, pero podía ampliar su círculo de conocidos y hacerse útil entre gente a un tiempo sensata y antojadiza, que no llevaba consigo el dinero que de pronto requería.

Así pensaba Tulio en 1972 o 1973, cuando apareció «la máquina». El amigo que resolvió nuestra economía en la preparatoria se encontró con un adversario industrial. Hoy en día el país tiene cerca de veinticuatro mil cajeros automáticos.

¿Habrá veinticuatro mil personas como Tulio, capaces de prestar sin otra usura que el interés para seguir prestando? Seguramente, pero no son tiempos de atenciones personales.

Ahora mi amigo trabaja en una ONG dedicada al comercio justo. Cuando nos encontramos, hizo una definición o una crítica bancaria de mi oficio: «Sé que eres un cuentista corriente.»

Luego habló de ajedrez. Contó que en 1996 Kaspárov, campeón mundial del momento, había enfrentado a Deep Blue, computadora diseñada por IBM. Un combate del hombre contra la máquina.

Kaspárov representó a cabalidad a una especie que pierde los nervios: fue derrotado y declaró que volvería por la venganza. Pero las máquinas y las corporaciones no permiten la revancha. Deep Blue fue archivada en un sótano. Kaspárov decidió entrar a la política para ampliar su lucha.

Tulio concluyó su parábola: «Yo sí tuve una revancha.» La llegada de «la máquina» lo llevó a militar en el comercio justo.

Entonces me vio con detenimiento, como si recordara que le debía algo. «¿Qué reloj traes?», preguntó sonriente. También en eso los tiempos habían cambiado: mi reloj era demasiado barato para saldar una deuda. «Págame con una historia», dijo.

Y así lo hice.

¿Hay vida en la Tierra?
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