LA IDENTIDAD EN FUERA DE LUGAR

A este país le faltan tres cosas: seguridad, justicia social y delanteros. Me asombra que el tercer tema no se discuta más allá del ámbito deportivo, pues puede ofrecer una clave para descifrar por qué hay tantos mexicanos simpáticos y tan pocos eficaces.

Aunque la amabilidad es una de nuestras obsesiones, sería exagerado decir que fallamos goles por cortesía. Anteayer (7 de febrero de 2007) nos sometimos al psicodrama de una selección que llegó a tener cinco delanteros y jugó a crear oportunidades para desperdiciarlas. Como el adversario era Estados Unidos, la contienda asumía visos de reconquista. El deseo desmedido de vencer al vecino en su propio césped explica en parte la noble disposición de nuestros jugadores a llegar al martirio antes que al gol. Bien mirado, se trataba de un momento significativo pero no excepcional: en el estadio de Phoenix se consolidaba una costumbre.

En La fenomenología del relajo el filósofo Jorge Portilla estudió la importancia que el mexicano concede a «echar montón». Las fiestas, los juegos, las ceremonias y los acontecimientos sociales son un pretexto para estar juntos y comer chicharrones. El motivo y el desarrollo del acto nunca son tan decisivos como saber que volvimos a encontrarnos. El célebre puente Guadalupe-Reyes garantiza la vida gregaria del 12 de diciembre al 6 de enero, y el calendario cívico fomenta reuniones a propósito de héroes que desconocemos y leyes que no acatamos. Por si acaso, cualquier accidente propicia el jaleo. Si tu mejor amigo necesita un plomero, te presentas en su casa con un alambre y un paquete de cervezas. Nuestra idea del ciclo vital es una boda que dura hasta que tenemos que ir a una funeraria y a curarnos la cruda en un bautizo. De acuerdo con Portilla, reunidos ante el promisorio budín azteca, borramos la causa que nos llevó ahí: estar en compañía se convierte en la motivación absoluta del acto. Los chiles serranos adquieren entonces más valor operativo que el aniversario que nos convocó.

La condición gregaria sirve para paliar la deficiencia de estar solos. Todo ágape nacional es una ceremonia del perdón: reprobamos el examen, nos corrieron del trabajo, la novia nos abandonó, rendimos menos de lo esperado, pero eso no le importa a los amigos. Sería simplista afirmar que nos gusta el fracaso. El asunto es más sofisticado: cuando el vencido vuelve al clan, comprueba que lo importante nunca es personal y lo colectivo siempre es grandioso.

Nuestra vida social es deficiente porque depende de normas que no observamos. En cambio, nuestra vida comunitaria es un vergel porque depende de afectos que exageramos. ¿Para qué ser pragmáticos si podemos ser querendones?

Todo esto es una generalización, pero a fin de cuentas las identidades no son otra cosa que ilusiones asumidas en forma mayoritaria.

Llega el momento de volver a los delanteros, sufridos depositarios de la esperanza. Me atrevo a plantear una pregunta que atañe menos al deporte que a la ontología: ¿de veras les conviene anotar?

El afecto de la tribu depende de convivir entre la mucha gente, y nada lastima más el espíritu fiestero que hacerse el singular. En los convites sólo deben destacar los expulsados. El huésped perfecto come tres platos de mole, baila con frenesí sin cuestionar las posibilidades coreográficas de la música y se descalabra en una puerta, es decir, actúa con normalidad.

Durante milenios, las reuniones vernáculas han dependido de tareas defensivas. La pregunta «¿quiénes son ésos?» puede remontarse a los tlaxcaltecas o a los vecinos que se colaron, lo significativo es que los aceptamos a condición de que no le hagan el feo a nada. Proteger el acontecimiento para que siga igual es una de nuestras especialidades. Baste mencionar la estructura de resistencia que determina la oferta de bebidas: primero se acaba el hielo, luego el Tehuacán, finalmente la Coca, pero nunca se acaba el chupe.

Esto nos lleva a la cultura del aguante. Comer un puñado de chile habanero, cargar dos botellones de agua Electropura, recibir toques eléctricos o poner las manos en el comal de las tortillas no representan arrebatos suicidas sino prestigiadas formas de la entereza. Nada más lógico que tengamos tres defensas jugando en las mejores ligas europeas.

¿Y qué pasa con los delanteros? Anotar un gol distingue, desmarca de la tribu y, sobre todo, crea una responsabilidad. Si acertaste una vez, se espera que aciertes la siguiente. Hugo Sánchez fue el mejor jugador mexicano de todos los tiempos sin ser un ídolo como Enrique Borja. Su rendimiento era demasiado frecuente para ser entrañable. En el Mundial de México 86 el héroe de la selección fue el Abuelo Cruz, dueño de una picardía ajena a la victoria (se esperaba tanto del astro del Real Madrid que el público del Estadio Azteca convirtió la notoriedad en ultraje: «¡México ganó porque Hugo no jugó!»).

El que yerra un gol regresa sin trabas con los suyos, es readmitido en la comunidad donde el mariachi sirve de ansiolítico. El que anota, empieza a quedar fuera, avanza hacia la estepa de las exigencias individuales.

Los atletas que fallan goles son irrenunciablemente nuestros. Lo mismo puede decirse de un público cuya alegría no se deja afectar por el resultado.

¿Es posible marcar una diferencia sin apartarse de la grey? Resolver esta pregunta es el desafío de un país que no es ajeno a la dicha, pero que sería mejor si tuviera seguridad, justicia social y delanteros.

¿Hay vida en la Tierra?
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