EN DEFENSA DE LA TOS
Hace unos siete años regresé a Berlín, donde viví entre 1981 y 1984. El muro había desaparecido y se podía recorrer Unter den Linden sin desembocar en las torretas y las alambradas de la Volkspolizei. Entre los cambios menores, hubo uno singular: la Alemania unificada era una nación dispuesta a toser. Descubrí esto en una sala de conciertos donde cada pausa se llenaba con carraspeos, como si los músicos actuaran en beneficio de un hospital de tísicos.
Estábamos en marzo y los alemanes hablaban del deshielo en el que despiertan los virus que llevan semanas hibernando (y seguramente vienen de Polonia). Con todo, el catarro no impedía que los auditorios se llenaran de jóvenes idénticos a Novalis, veteranos de las dos guerras que escuchaban con los ojos cerrados como si viajaran en un submarino, y ubicuos japoneses.
En otras partes de la ciudad, la gente lucía saludable. La gripe sólo parecía afectar a los melómanos. Al entrar en la sala de conciertos y despojarse de su bufanda y su sombrero verde, el ciudadano común se sentía facultado para toser. No hay duda de que los aficionados de antes controlaban mejor sus bronquios. Tal vez expectorar se ha vuelto un desfogue liberador en un país adicto a la disciplina, equivalente a conducir sin límite de velocidad en las autopistas; o tal vez estemos ante una epidemia psicológica, la hipocondría de un pueblo que se ha procurado demasiadas neumonías sociales. Lo cierto es que al regresar a la Filarmónica después de años de ausencia me hice la pregunta que encabezó un sugerente ensayo de Luis Ignacio Helguera: «¿Por qué tose la gente en los conciertos?»
De acuerdo con Cioran, Alemania tiene dos razones para ser redimida: la música clásica y la metafísica. Ya metidos en consideraciones nacionales conviene recordar que los mexicanos nos envalentonamos en el frío y adquirimos una desmedida confianza en nosotros mismos al usar los guantes que en el extranjero son «de esquiador» y en nuestro país sólo sirven para jalar piñatas. Al ocupar mi asiento, me sentí capaz de disertar sobre la música y los ruidos que la interrumpen. El programa comenzaba con Noche transfigurada. Es sabido que Schoenberg brindó un rico campo de significados para las disquisiciones de Thomas Mann en Doctor Faustus. El ambiente fomentaba mi pedante audacia, pero no llegué ni al primer peldaño de la metafísica porque mi acompañante empezó a toser como si viniera del pabellón de los tuberculosos.
El primer comentario público a esta carraspera llegó en la forma de un redondo dulce amarillo, ofrecido por una vecina de asiento. Pensé que el celofán produciría un ruido aún más atroz. Entonces supe que la tecnología alemana ha logrado el respetuoso milagro de fabricar celofanes insonoros.
Mi acompañante no pudo chupar su caramelo porque se lo tragó entero con el siguiente acceso de tos. Pero en la fila de atrás había un ojo avizor y recibimos otro dulce. Segundos después, un señor de monóculo, situado a unos diez asientos de nosotros, nos hizo llegar una pastilla de aspecto intragable. Aunque no éramos la única fuente de discordia, el auditorio había formado una cadena humana dispuesta a enviarnos caramelos que describían rutas cada vez más largas. De sobra está decir que Schoenberg murió para nosotros. Teníamos tantos dulces como si estuviésemos en una kermés, y cada uno de ellos era una amable muestra de repudio. Decidimos toser en paz en la calle.
Ya afuera, admiré el resistente heroísmo de quienes se aliviaban de sus flemas sin abandonar la sala. Una guerra sorda enfrentaba a los espectadores; la mitad del público arruinaba el concierto a golpe de faringitis y la otra repartía agresivos caramelos.
Las discordias del hombre son mudables y en la era de la tos las provocaciones de la vanguardia adquieren otro significado. La pieza de John Cage en la que un solista se sienta ante un piano durante 4 minutos y 33 segundos sin tocar nota alguna, fue concebida para producir un silencio expectante. Ahora se ha vuelto una composición para 4 minutos y 33 segundos de bronconeumonía. El público contemporáneo quiere toser. Y está en su derecho.
Por eso me llamó tanto la atención que la prensa mundial aplaudiera el gesto punitivo del director Kurt Masur, quien interrumpió su actuación en Nueva York porque la gente tosía durante el largo de la Quinta Sinfonía de Shostakóvich. Los más variados gacetilleros celebraron a Masur como a un tenor wagneriano que canta un aria de justicia. Muchos incluso compararon las involuntarias toses neoyorquinas con los teléfonos celulares y los bípers que suenan en las multitudes que en los estadios creen escuchar a los Tres Tenores. Sin embargo, se trata de estruendos muy distintos. El gesto de Masur es el de un tirano sanitario. En un inteligente artículo, publicado en el suplemento El Ángel, de Reforma, Gerardo Kleinburg se refirió a la «intolerancia acústica extrema» que impera en los conciertos: «Es obvio que, al estar exaltada la facultad auditiva, toda perturbación que entre por el mismo sentido es violenta… Sin embargo, nadie ignora que en tiempos no tan remotos las funciones de ópera eran verdaderas pachangas y convites familiares; que todo menos la solemnidad las caracterizaba.»
En el siglo XX, Cage desafió al auditorio a convivir con su propio silencio y demostró que somos una especie ruidosa e insumisa. Como sostiene Kleinburg, perseguir a los acatarrados es tan absurdo como perseguir las impurezas naturales de la música, de los quejidos de Leonard Bernstein en el podio a los gritos de Keith Jarret ante el piano.
En lo que toca a Kurt Masur, la verdad parece ser otra: interrumpió el concierto para toser en su camerino.