GENTE PARA TODO
Los remolinos en el pelo y en el tráfico vuelven elocuentes a los hombres, según se desprende de lo mucho que hablan los peluqueros y los taxistas. El ritmo narrativo de una ciudad depende de estas profesiones, que en forma complementaria ofrecen los relatos que se le ocurren a los sedentarios y a los nómadas.
Para interesar al escucha en lo que quieren decir, los relatores lanzan preguntas francamente metafísicas: «¿No cree que salió más caro el caldo que las albóndigas?» Aunque las albóndigas rara vez vienen en caldo, la frase permite pasar a un mundo superconcreto donde las albóndigas representan dólares y el caldo una situación escandalosa. Gracias a esta tarea de comunicación, la tribu urbana se entera de cosas que no salen en los periódicos, y acaso nunca sucedieron, pero conforman la necesaria mitología de la ciudad.
Los taxistas y los peluqueros demuestran que para narrar hay que tener problemas. Alguien satisfecho con su carácter y el estado del mundo rara vez se embarca en dilatadas fabulaciones. Los taxistas suelen llevar un desarmador encajado en un resquicio del parabrisas; se trata de una herramienta «por si acaso», muy poco relacionada con los tornillos y que puede acabar en el vientre de un asaltante. Obviamente, una profesión que necesita un desarmador como talismán contra la adversidad está llena de sobresaltos. Sí, los taxistas son dramáticos. Sin embargo, sería más inquietante viajar con un conductor que no estuviera al borde de un ataque de nervios y enfrentara el Viaducto con la sabia frialdad de un guerrero kung-fu.
No menos ardua es la vida de quien está de pie catorce horas (hasta la fecha, no he conocido al peluquero que reconozca que su jornada dura menos). ¿Qué es peor: la lucha por el infructuoso avance o la heroica inmovilidad ante las nucas? El taxista puede desahogarse con estertores que sólo son normales en su oficio. ¿Qué diríamos, en cambio, de un peluquero que blasfemara mientras sostiene su afiladísima navaja? La bata blanca lo obliga a bajar la voz, resabio de la época en que los barberos fungían de cirujanos. En definitiva, los relatores sedentarios padecen tanto como los nómadas para tener derecho a sus historias.
Un aspecto netamente mexicano de estos oficios es que disponen de modelos que nunca siguen. El taxista odia los mapas (de hecho, odia saber dónde está) en la misma medida en que el peluquero odia los cortes que «decoran» su establecimiento y provienen del periodo clásico-tardío de la estética masculina, cuando el copete supersónico se consideró chic. Nada es tan inútil como solicitar un corte de ese tipo: el peluquero explica que tu pelo es distinto al de esos arquetipos que acaso llevaran nylon en la cabeza.
Coleccionistas de desastres, taxistas y peluqueros han oído muchas tragedias que los hacen sentirse bien. Ambos provienen de la escuela narrativa rusa: los clientes felices no tienen historia.
Durante años he perseguido un relato que comience en el movedizo ámbito de un taxi y se resuelva en el sillón del peluquero, o viceversa. Por primera vez estoy en condiciones de armar una trama con los dos modos narrativos de la ciudad.
Llegué a la peluquería y el patrón señaló las hebras en el piso: «¿Sabe de quién es eso?» Me declaré incapaz de identificar a alguien por sus pelos, pero esto era lo de menos; como siempre, el peluquero iba a hablar al margen de mis respuestas. Había atendido a un hombre que perdió la mano en un accidente. Hasta ese día, la vida de aquel cliente carecía de rumbo: se consideraba menos que un microbio (menos que un microbio alcohólico, pues medraba de cantina en cantina). El trago le arrebató a su mujer, su trabajo, sus mejores amistades. Una lluviosa tarde de San Juan subió a un taxi y sufrió un aparatoso choque en Patriotismo. Despertó en un hospital donde le informaron que había perdido la mano. El golpe fue devastador pero reveló que se había salvado de milagro y le descubrió el valor inédito de las cosas de siempre. El agua de jamaica le supo de otro modo, como un bálsamo fresco. Una enfermera lo atendió con una dedicación que pronto se convirtió en una ternura imprescindible.
La vida no sólo era posible sino deseable después del trauma. Contrajo matrimonio pocos meses después, dejó de beber, tuvo dos hijos cuyas fotos honraban su cartera, consiguió trabajo, ingresó como voluntario en un grupo que asesora a gente con problemas de autoestima. Todo venía de la pérdida de la mano, como si los daños que eran para él se hubiesen concentrado ahí. «Llevo meses buscando al chofer del otro coche. Para darle las gracias», comentó. Después de referir la historia, el peluquero pronunció el apotegma con que encara las rarezas del mundo: «Hay gente para todo.»
Al salir de la peluquería sentí la delicia del viento en la nuca rociada de loción y detuve un taxi. El chofer venía muy molesto con su anterior pasajero. Olfateó el aire para ver si yo llevaba encima algo más que agua de colonia. Había transportado a un borracho perdido, un hombre quejumbroso y altanero, que se ufanaba de un pasado inverosímil. Según él, había sido alto ejecutivo de una empresa, tenía dos hijas maravillosas y conocía idílicos campos de golf. Ese hombre llamado a la felicidad era ahora un andrajo viviente. El taxista lo recogió afuera de una cantina y el otro dormitó hasta que pegó un grito: «¡No tome Patriotismo!» Explicó que, tiempo atrás, había chocado con un taxi en forma aparatosa. Fiel a su buena estrella, salió ileso del percance. Pero en el pavimento vio una imposible estrella de mar. Era una mano. No soportó ser responsable de tamaña atrocidad. Perdió el trabajo, se entregó al alcohol, ya no le permitían ver a sus hijas.
Le pedí al taxista que me llevara al sitio donde dejó a su anterior pasajero. Llegamos a una inmensa unidad habitacional. Imposible dar con él.
Dos destinos habían cambiado de signo con el choque. Gracias al peluquero y al taxista, los protagonistas volvían a vincularse. ¿Se encontrarán alguna vez en las calles numerosas? ¿Sabrá el verdugo que sufre en vano su condena?
Esta percepción repartida de la realidad se aplica a toda biografía. Con frecuencia, ignoramos la trama que nos completa; sabemos lo que dijo el peluquero, pero no lo que dijo el taxista.
Personajes interrumpidos, avanzamos por los días hasta que el azar termina su trabajo y nos lleva ante un oráculo, el relator capaz de contar la otra parte de nuestra propia historia.