ASTENIA PRIMAVERAL

Todo empezó con un arma de fuego. Mi amigo Alberto me informó: «Estoy tan cansado de vivir que ya cargué la pistola para pegarme un tiro.» Lo dijo con tal seriedad que me sentí responsable de su suerte. Por ventura, agregó en tono tranquilizador: «No va a pasar nada: tengo tan mala memoria que nunca recuerdo dónde dejé la pistola. Cada vez que me quiero suicidar tardo horas en hallarla y cuando la encuentro, ya no sé para qué la quería.»

Aunque no es muy reconfortante saber que un amigo sigue con vida sólo porque no se ha atado un lazo en el dedo para recordar que debe suicidarse, tomé el asunto como otra muestra del humor negro de Alberto.

Poco después me encontré a Karla en el mercado. No llevaba carrito y recorría los pasillos. Ninguna mercancía parecía interesarle. Sostenía una lata de Coca-Cola y tomaba sorbos pequeños, como quien bebe una medicina.

La sociedad de consumo es un lugar persecutorio en el que comer un yogur en un pasillo público desprestigia. No importa que luego lo pagues en la caja y tires el envase en la basura que no es biodegradable. Karla es una persona entusiasta y organizada; sin embargo, parecía al margen de sí misma. «Me bajó el azúcar», comentó, como si estuviera hecha de caramelo y fuera a disolverse.

A una cuadra del supermercado hay una farmacia donde te regalan un globo si te tomas la presión. Propuse que fuéramos ahí. Abandoné mi carrito y pagamos la Coca-Cola. En la farmacia recibimos una terapia de shock. El corazón de Karla estaba en condición olímpica. Sin embargo, lo que en verdad la tranquilizó fue compararse con la empleada que la atendió, una mujer de ojos hinchados y llorosos, con el rictus de quien teme sufrir un ataque si deja de hacer gestos. Toda la movilidad se concentraba en su rostro. Luego buscaba las medicinas con la lentitud de quien lleva una bata de concreto. Le pregunté si se sentía bien y contestó: «Me tomé dos bufferines con el tamal.» No dijo «un tamal» sino «el tamal», como si fuese prescriptivo (por los resultados, podíamos suponer que también era tóxico). Pocas cosas alivian tan rápido como ser atendido por alguien más enfermo que tú. Cuando nos despedimos, Karla lucía repuesta.

Llegué a mi casa y encontré a nuestro hijo de dieciséis años en el piso de la cocina. No me preocupé porque la adolescencia es rara; ese piso es el más fresco de la casa y hay momentos en que el ser en sí necesita poner su mejilla sobre una loseta para aliviar el peso de existir. «Me muero de sueño pero me faltan dos ecuaciones», dijo un estudiante en busca de paz y comprensión. Tenía los ojos rojos. Los músculos le dolían. Se sentía demasiado viejo para volver a jugar futbol. Ordené que se acostara de inmediato. «Me faltan dos ecuaciones», insistió, como un azteca dispuesto al sacrificio. Le dije que dormir era más importante que estudiar.

Al día siguiente, esa frase irresponsable era una verdad científica. En el trayecto a la escuela guardamos el silencio de los deportados. Nadie hablaba porque a nadie se le ocurría nada. Y no sólo eso: no nos importaba estar callados. Habíamos dormido demasiado poco. Tenía ganas de dar vuelta en «u» para regresar al sitio donde hay piyamas, pero me faltaron energías para tener ideas creativas.

Al salir del colegio fui a comprar pan y coincidí con Jacinto, amigo de un conocido de otro amigo que sin embargo entra rápido en confidencias: «Siento como si no fuera yo», dijo mientras revisaba la bandeja de los garibaldis. «¡No soy así!», exclamó a un volumen que hubiera llamado la atención entre clientes menos deprimidos.

Para esas alturas tampoco yo me sentía a mis anchas. Mis actos parecían determinados por una fuerza externa, ajena a la voluntad y al anhelo. «Somos como hormigas que siguen una senda de azúcar», dijo una voz a mis espaldas. Me volví para encontrar al gran Philippe, que mordía un chocolate. Esa golosina se apartaba tanto de sus costumbres que la sostenía con rara delicadeza, como si se tratara de una flor cristalizada. «Es la astenia», continuó Philippe, «en Francia es muy común; llega con la primavera y sientes que nada tiene sentido, aparte de dormir y comer azúcar, claro está.» ¿Sería ésa la clave del existencialismo? En verdad daban ganas de ponerse un suéter negro de cuello de tortuga y preguntar: «¿Por qué el hombre?»

Si el diagnóstico de Philippe es correcto, la racha de encuentros con gente agobiada no se debió al carácter, ni a la edad, ni a los apagones, ni a lo difícil que es relacionarte con una pareja que exige inteligencia emocional. El veneno venía de la primavera.

¿Es posible que el calentamiento global empiece a producir en México los cambios climáticos que en Europa ocasionan Weltschmerz y temporada de suicidios?

La astenia se presenta como un cansancio terminal. En otros países llega con los sorpresivos brotes de las plantas. Hasta hace poco, no era una plaga mexicana. ¿La eterna primavera del Valle de Anáhuac cambió sin que lo advirtiéramos?

Las privilegiadas condiciones del altiplano permitían ser golfo sin efectos secundarios: Anáhuac no ama las precipitaciones. El ecosistema nos llevaba a entender que descansar y hacer pocas cosas son necesidades placenteras. Por culpa del cambio atmosférico, ahora reposamos sólo porque nos sentimos mal.

Urge crear una Comisión Nacional del Clima para combatir la astenia incidental y recuperar el hábitat en el que, si no haces nada o estás chípil, no es por el aire sino porque te da la gana.

¿Hay vida en la Tierra?
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