EL HOMBRE DE LOS LAVABOS

Entremos a un recinto problemático: el baño de un restorán «elegante» o de una cantina «de postín». Salvo la inhalación de cocaína o el chocolate mordido en clandestinidad por un gordo a dieta, las operaciones que ahí se realizan son sanitarias y no tienen por qué ser descritas en este texto. Ir al baño es un trámite que, si sale bien, se olvida de inmediato.

La decoración suele pasar inadvertida; a no ser que haya un espejo enmarcado en caoba con nervaduras art nouveau (y uno sea coleccionista), o una cascada sobre un cristal translúcido a modo de urinario (y uno sea posmoderno).

Cuando los mesoneros se sienten ingeniosos ponen dibujos extravagantes en las puertas de los baños. El urgido comensal tiene que descifrar si el tridente significa «Hombres» y la red «Mujeres», o si esa cara con melena de furioso exponente del grunge se inspiró en Perséfone, una escritora uruguaya o Kurt Cobain. Aunque los garabatos sólo pueden representar homúnculos o señoritas, en ciertos lugares son tan intrincados como si hubiesen salido del Templo de las Inscripciones.

Con demasiada frecuencia, el aprendiz de Champollion empuja una puerta sin saber bien a bien adónde conduce y sólo se cerciora de que atravesó el umbral correcto cuando ve un signo de masculinidad decodificable para el más burdo de los epigrafistas: el urinario porcelanizado.

El personaje en cuestión suspira con alivio hasta que desvía la vista y descubre… ¡¡¡al Hombre de los Lavabos!!! ¿Quién inventó a ese testigo incómodo de nuestra vida privada? ¿En qué momento la gastronomía mexicana consideró que era «de lujo» tener a un mendigo uniformado en los urinarios?

Aunque en la ciudad de México hay relaciones humanas más dañinas y frecuentes (como el asesinato), pocas situaciones se equiparan al descubrimiento de un ser de ojos narcóticos que entrega papel para secar las manos junto a una cesta adornada con excesivos billetes de veinte pesos.

A veces uno entra al baño sin cartera y tiene que prometer que en la siguiente ronda regresará con dólares.

—No se preocupe, patrón —responde el siervo, con una voz que no anula la mirada de desprecio.

En los lavabos que tienen una palanquita de presión en el grifo, el esclavo justifica sus funciones jalando la palanca con un cordón. Aunque todo mundo sabe que nada que se tire de una cuerda es elegante, el gesto quiere decir: «Podrías tomarte la molestia de desplazar tu mano hasta el grifo, pero yo te la ahorro.» Este ademán inútil vale por lo menos diez pesos.

Pero el Hombre de los Lavabos es insaciable y a cada segundo propone servicios innecesarios en pos de una mayor propina. Para tales efectos, dispone de una charola con la utilería básica para que uno se sienta protagonista de una vida patibularia.

—¿Gotas para los ojos? —ofrece con voz acusatoria. Luego rocía spray sobre un cepillo que parece haberse hecho cargo de la peluca de Luis XIV—: ¿Una peinadita?

Nadie acepta estos beneficios; se trata de actos vacíos, sin otro fin que incomodarnos hasta sacar un billete. Pero el catálogo de las molestias amables es infinito. El Hombre de los Lavabos nos revisa con cuidado y nos alcanza unas pastillas de menta:

—¿Para el aliento?

Después de un nuevo rechazo, saca un horrendo osito de peluche con chistera de cabaret:

—¿Para la dama?

En todo este tiempo lo único que el confundido visitante desea es regresar al universo donde las mujeres no quieren ositos con chistera. Lo extraño es que la gestión se presenta como una enorme deferencia. Estamos en un sitio de categoría, donde el cliente tiene el privilegio de pagar para ir al baño.

Mi experiencia como mujer es limitada, pero sé de restoranes de cinco estrellas cuyos baños son custodiados por una señora de cabellera volcánica que te ofrece un lápiz labial color profundo carmesí, ideal para debutar en El Tropicana:

—¿Te retocas, mi reina?

Por cada Hombre debe haber una Dama de los Lavabos que dobla papeles higiénicos, ofrece perfumes adulterados y masca un chicle infinito. Se trata, ya lo sé, de trabajos sumamente ingratos. Nadie es capaz de cumplir esas tareas por simple escatofilia. En los cubiles sanitarios, ver y oír resulta tan desagradable como ser visto y ser oído. Sin embargo, la compasión que suscitan los empleados de filipina o vestido negro con delantal blanco (estilo plantación del Misisipi) es idéntica a las molestias que ocasionan. ¿Quién fue el inventor de la ayuda que nadie necesita?

Mientras te cepillan los hombros como si llevaras caspa de tres generaciones, recuerdas el eslogan de Plauto que Hobbes volvió famoso: «El hombre es lobo del hombre.» El encargado de esa íntima frontera te hace sentirte suficientemente mal para humillarlo con una propina que no merece. Su gentil voracidad está a la altura de tu agresiva displicencia. Entonces, dejas caer uno de a veinte.

¿Hay vida en la Tierra?
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