INSPECTOR CARCOMA
Siempre me ha sorprendido la forma en que los fumigadores se mimetizan con sus enemigos. Hace años, un hombre con cara de ratón llegó a la casa a combatir roedores. Revisó los cuartos, se retorció sus tensos bigotes y habló maravillas de las ratas.
No se dedicaba a exterminarlas porque le parecieran una plaga sino por admiración hacia esos formidables adversarios, capaces de huir por el hueco más pequeño y rechazar los venenos más apetitosos.
Pocas veces se había enfrentado cuerpo a cuerpo contra el esquivo objeto de sus fatigas. Las ratas no son agresivas y sólo atacan por desesperación y desconsuelo. El choque directo va en contra de la medrosa naturaleza del hombre y del ratón.
Aprendí tanto de la disciplinada conducta de los invasores que estuve a punto de pedirle al fumigador que me dejara rodeado de esos animales cuyo ejemplo había sido incapaz de emular. Un resabio del comprensible asco ante el bicho con cola de lombriz (¡qué diferencia con la esponjosa cola de la ardilla!) me impidió educarme entre las ratas.
Recordé esta escena hace unos días en Barcelona. Todo empezó con la serenidad de una película de terror. En un momento de absoluta normalidad apareció lo extraño. Una nube de aserrín cayó sobre un libro. Revisé la repisa y descubrí montoncitos de madera pulverizada aquí y allá. Fui por una silla y me asomé a la parte alta del librero. Lo que vi me escalofrió. Entre libro y libro había líneas de aserrín; parecían preparadas para que las inhalase un adicto a la madera. Levanté los volúmenes y encontré cadáveres de insectos y la bulliciosa vida de una especie devoradora de repisas.
Fui de inmediato a la farmacia. No esperaba encontrar ahí un veneno, pero el farmacéutico oye muchas quejas; es un barman para sobrios que se entera de todo. Le dije que tenía termitas y puso cara de espanto. Me pidió que describiera al enemigo y suspiró aliviado. Los seres diminutos que comían los libreros pertenecían a una plaga más benévola: la carcoma. Me envió a la droguería, donde me vendieron una solución para sádicos: un spray con un tubito que debe ser introducido en los huecos de la carcoma. Luego hay que embarrar una pasta para impedir que salgan.
Apliqué spray hasta que el índice me dolió como si hubiera tomado todas las fotos de Robert Capa. Pero mi guerra estaba perdida. Al día siguiente, el único intoxicado era yo. El aserrín seguía juntándose.
Hablé con amigos y supe que la carcoma es un problema muy común en Barcelona. Todos los expertos estaban ocupados, pero en Vic había una opción. Como se trata de una ciudad pequeña, su matacarcomas tiene más tiempo disponible.
Buscarlo fue como dar con un sheriff en una tierra sin ley. Finalmente, una mujer me informó que el hombre de Vic tenía una liquidación en Barcelona y podía verme el miércoles, a las cinco de la tarde.
Llegué tarde a la cita. Cuando lo alcancé en la entrada del edificio, me vio con recelo: mientras el enemigo hacía de las suyas, yo abandonaba el campo de batalla.
Sus ojos, de un azul acerado, brillaban en su rostro sin darle vida. Llevaba el cráneo afeitado con escrúpulo y olía a un extraño linimento.
—¿Dónde están? —preguntó en cuanto abrí la puerta.
Le mostré las horadaciones. Ante cada agujerito sus ojos me vieron con lumbre azul. ¿Cómo era posible que yo hubiera permitido que el mal prosperara en tantos frentes? Le dije que acababa de llegar a ese sitio y suponía que la empleada doméstica anterior era baja de estatura y sólo limpiaba los anaqueles inferiores, dejando los altos al arbitrio de más ágiles especies.
—¿La empleada doméstica anterior? —reflexionó con seriedad—: ¿Es usted la nueva empleada doméstica? —Soltó una carcajada extravagante. Tal vez en el mundo de los insectos eso es divertido.
Para dármelas de enterado dije:
—Por lo menos no son termitas.
—En eso lleva razón —comentó—. La termitas destruyen en colectividad. La carcoma es un ser solitario, muy suyo, que trabaja aislado y no se entera de lo que pasa alrededor. Cava hacia lo más hondo, de espaldas a la luz y la realidad. No busca el sol. Vive y crece rodeado de madera. A veces, encuentra otra carcoma pero no se lleva bien con ella. Se aparta y busca soluciones por su cuenta.
¿Había descrito la vida de una carcoma o la de un solitario detective que fuma en una esquina sin nadie, vive en un departamento sin más compañía que su sombra y recorre las calles en busca de pistas de una realidad escapadiza? El Inspector se identificaba con ese ser escindido que exploraba sin confiar en otro principio que su instinto.
—¿Quiere que acabe con ellos? —preguntó, guardando un silencio expectante.
En ese momento, yo quería que salvara a todas las carcomas del mundo, tan parecidas a los autores que escriben en soledad, de espaldas al entorno, encapsulados en su diferencia, ajenos a la cotidianidad y sus interrupciones. Mi identificación era tan firme como la del Inspector. Además, los libros están hechos de madera.
El visitante se dio cuenta del impacto moral de sus palabras. Era un investigador privado del género duro. Si una rubia atribulada se presentara en su oficina para pedirle que resolviera un caso, él le contestaría como un héroe de novela negra:
—¿Estás preparada para esto, muñeca?
Averiguar es peor que saber a medias.
Me explicó que la plaga acabaría con la casa en unos meses. Había que actuar con gases y con un gel que cubre la madera durante años. Derrotado por la carcoma, acepté la severa justicia de mi liberador.
Durante cinco días nadie podría entrar al departamento. Pregunté cuánto costaba la aniquilación y él respondió:
—Ya se enterará —como si se refiriera a una deuda con el destino.
La naturaleza sólo es apacible cuando no sabes lo que pasa. Cierra los ojos y escucha: eso que no suena es el trabajo de la mente que cava hacia sí misma, o de la carcoma que devora el mundo.