HIJOS QUE USAN DESODORANTE
«El ser humano ama la compañía, así sea la de una vela encendida», escribió Lichtenberg durante un crepúsculo del siglo XVIII. Aunque algunos ermitaños conciben la felicidad como el retiro a un desierto donde se alimentan de raíces, la mayoría de nuestros congéneres son gregarios. El problema es que no siempre encuentran la compañía que desean. Una vela encendida puede ser el consuelo del solitario, pero también de la persona harta de sus conocidos que prefiere socializar con una flama.
Cuando alguien dice «quiero ser independiente» no manifiesta un deseo de apartarse de la comunidad sino de las personas que lo rodean. Mi generación creció obsesionada por salir cuanto antes de su recámara. Cada Día de las Madres recuerdo el momento en que inicié la incierta experiencia de la libertad. Tenía veintiún años y trabajaba como guionista de un programa de rock donde buena parte de las canciones trataban de jóvenes que se iban de su casa. Nada me parecía tan urgente como «vivir por mi cuenta». No sabía lo que eso significaba pero sabía que empezaba contratando una camioneta de mudanzas en el mercado de Coyoacán.
Mientras los cargadores cumplían con su tarea, mi abuela salió a la calle, se aferró al colchón de la cama y exclamó con inolvidable ímpetu: «¡Está abandonando a su madre!» Como era una yucateca de elevado dramatismo, no pronunciaba «madre» sino «madere». Obviamente, a los cargadores les tenía sin cuidado mi deserción filial. Mi abuela los señaló en tono admonitorio para decirme: «Te vas en manos mercenarias.»
Así comenzó un camino de liberación cuyo principal impedimento fue la existencia de ropa sucia en un país donde las lavadoras automáticas no se habían generalizado. «Si le llevas la ropa a tu mamá, estás perdido», me dijo con incómoda lucidez la misma amiga que a cada rato preguntaba: «¿Hace cuánto que no te planchas la camisa?»
La vida independiente se convirtió en una disciplina con horarios de internado, llena de molestias que sobrellevaba porque contribuían al épico y desconocido fin de labrar mi destino.
A muchos años de distancia, he creído descubrir que la verdadera independencia no comienza cuando te vas de tu casa sino cuando se van tus hijos. Lo que hice a los veintiún años fue liberar a mi madre.
Pero las cosas han cambiado y los jóvenes no sienten la misma urgencia de irse ni parecen disponer de grandes opciones en el mundo exterior. La generación a la que nunca le preguntaron qué quería comer (si te tocaba hígado, ni hablar) enfrenta a niños que te dicen: «¿Me das opciones para el desayuno?»
Pero la infancia de antes también tenía ventajas. Una de ellas era la posibilidad de jugar en la calle. Después de horas lejos de casa, la convivencia adquiría el agradable aire de lo que no es frecuente.
En el DF el adolescente contemporáneo socializa a través de internet. De acuerdo con la ronda de las generaciones, también él tiene deseos de independencia, pero no piensa irse lejos sino encerrarse cerca. La puerta con llave de la que cuelga un letrero de «No molestar» indica un territorio liberado. Sabemos que ahí hay vida por los siguientes signos: rock, televisión, diálogo telefónico, agua que corre. La duración de esos efectos sonoros puede ser alarmante: un disco del grupo nihilista Cobra Verde admite treinta repeticiones, y la ducha, dos horas. A veces, los cuatro ruidos ocurren en forma simultánea.
Como el hombre sólo se libera si pone en juego varios de sus sentidos, la industria aromática creó un producto con repercusiones existenciales: el desodorante de alto impacto que modifica la conducta de los varones a partir de los catorce años. De pronto un olor anuncia que tu hijo está a cinco metros. Aun con la puerta cerrada, el influjo olfativo es perceptible.
El secreto de la perfumería consiste en mezclar una fragancia con el olor de la piel. Por eso su efecto varía en cada persona. En el cuento «El nombre, la nariz», de Italo Calvino, el protagonista sucumbe ante el peculiar aroma de una mujer. De nada le sirve buscarlo en las perfumerías: ese aire turbador no sólo proviene de una esencia sino de lo que agrega la piel amada.
Los perfumes procuran una alquimia individual. En cambio, los desodorantes poderosos no involucran a un cuerpo sino a una comarca. Se trata de armas de ocupación olfativa.
Ante las intensidades de la atmósfera, le pregunté a mi hijo con qué método las provocaba. Pensé que usaba el aerosol como un extinguidor. Nada de eso: un par de aplicaciones bastan para que el organismo adquiera notoriedad espacial.
¿Los fieros desodorantes son un recurso de independencia o de aislamiento? Aunque la publicidad promete que las chicas se imantan con ese aroma, los usuarios suelen estar encerrados en un cuarto. Tal vez el olor es tan potente para sugerir que se transmite por internet.
El cerebro es primitivo en su relación con el olfato. Ahí suceden cosas que no nos distinguen mucho de los reptiles. «¿Huele mal?», preguntó mi hijo en medio de su nube. Para ser sincero, el olor me gustó, pero no en esa proporción, capaz de hacerse cargo de un túnel del metro.
En cierta forma, los hijos que huelen demasiado establecen un insólito contacto con los orígenes. La horda del comienzo dependía del olfato para distinguir el viento donde corría un venado o un enemigo. El exceso aromático de quienes serán hombres en el futuro próximo recuerda la edad pretérita en que oler fue importante. La atmósfera cargada de sustancia vaticina contactos. No perfuma la juventud de una persona sino de una especie.