«AQUÍ ES TEXCOCO»

El método mexicano más conocido para detener el cambio climático consiste en enterrar un cuchillo al pie de un árbol.

Fui testigo de este recurso ambiental en la boda de Sarita, hija de mi amigo Rubén. Nos reunimos en uno de esos jardines excesivos para el Distrito Federal que subsisten como espacios de alquiler para festejos o telenovelas.

De acuerdo con Rubén, la perfección ocurre a la intemperie. Tal vez esto venga de los meses en que vivió desnudo en las playas desiertas de Zipolite o se remonte al inconsciente colectivo y las guerras floridas de los aztecas. El caso es que es capaz de decirte: «¿Ir a tu casa para estar encerrados?» Hay que pedirle perdón por invitarlo entre cuatro paredes.

Desde hace años habla de hacer un viaje a Alaska, donde piensa cederle el paso a los osos. En vez de cumplir ese ambicioso anhelo ambiental, propone que vayamos a nadar a Las Estacas, reserva natural donde su amistad ya produjo alguna pulmonía.

Rubén vive según la hipótesis de que México es un país primaveral. Cuando Sarita le dijo que se casaría en octubre, la fecha le pareció genial porque le recordó unos versos de amor de Homero Aridjis: «Es tu nombre y es también octubre / es el diván y sus ungüentos», etcétera.

La mente de mi amigo se pobló de jacarandas (que florecen en abril) y desdeñó lo que el calentamiento global produce en un país que no sigue el compás de los otros: un invierno exprés. La boda tendría lugar entre el Frente Frío número 8 y el número 9. Chacho, que lleva estadísticas de todo, le dijo que además podía llover.

Como desde hace treinta años renunciamos a que Rubén cambie de opinión, hicimos coperacha para rentar una lona que incluía seis agradables calentadores. Cuando nuestro amigo supo lo que tramábamos se ofendió mucho. Sospechó que queríamos ahorrarnos el regalo de bodas (en esto había algo de cierto: los novios tenían una inmoderada «lista de regalos» en un almacén de prestigio y ya sólo quedaban dos opciones: un motor Yamaha 300 para una lancha o la lancha misma).

A pesar del apoyo que recibimos de su mujer, Rubén rechazó la lona. Y no sólo eso: responsabilizó a Chacho de que no lloviera.

—Tráete tu cuchillo —le dijo.

Esa arma tiene historia. Su hoja bravía ostenta un mensaje: «Aquí es Texcoco». Chacho la ha enterrado en muchos lugares que no son Texcoco. Con ese recurso salvó un jaripeo en Tequisquiapan y logró que unos Juegos Florales llegaran a su fin sin recibir una gota a pesar de las nubes que prometían lo contrario.

Chacho se presentó en el jardín una hora antes de la ceremonia. Inspeccionó el sitio con el aire de experto que sólo puede tener alguien que no sabe nada de plantas pero mira las hormigas con mucho interés. Finalmente, localizó un arbusto que a falta de mayores informes le pareció un rododendro y decidió que ahí fuera Texcoco.

Tres horas después estábamos empapados. Toda tecnología se vuelve obsoleta y hasta al cuchillo de Chacho se le acaba la suerte.

Como es lógico, Rubén no pensó que hubiera sido mejor rentar una lona:

—¡Hubieras traído otro cuchillo! —le reclamó a Chacho.

Ésta fue la escena preliminar de algo que me atormenta. Pocas semanas después, los Martínez Carrión nos invitaron a algo que llaman «un asado» y semeja una deportación a Siberia.

—Hay que ir de abrigo —le dije a mi esposa.

Pepe Martínez Carrión ha descubierto que es sensacional comer arrachera a las doce de la noche. Según él, la literatura fantástica argentina tiene su origen mítico en los bifes que se comen a deshoras y provocan sueños rarísimos. Quienes no deseamos soñar con el laberinto, el tema del doble ni la brújula que sólo indica al sur, vemos con desconfianza la dieta que nos propone. Y eso no es todo: Pepe desconoce el frío. Encapsulado en los humos de su parrilla, se sorprende de que los demás tiriten y lo atribuye a que no hacemos dos horas de gimnasio ni nos bañamos con agua fría.

—Te ves ojeroso —me dijo al saludarme.

—No he podido dormir desde el último asado que me serviste —le dije.

Esto no lo desanimó en lo más mínimo. Al contrario; ratificó su extraña concepción de la vida, donde no hay molestia que no sea buena:

—¿Sabías que la gente longeva sólo duerme cuatro horas diarias?

Le di la razón, pues en ese momento me sentía muy longevo. En ese inclemente jardín todos teníamos noventa años. Todos menos Pepe, que atizaba el fuego con enjundia de voceador de periódicos.

Fue un milagro que la conversación prosperara entre el castañeteo de dientes. En un momento en que el anfitrión no podía escucharnos, uno de los invitados me dijo en tono de pesadumbre:

—Mi cuchillo no sirvió.

No se refería al instrumento con que había rebanado la arrachera, sino al que había encajado al pie de un árbol. Una amiga que tenía una prima a la que le habían hecho una limpia exitosísima en Catemaco le dijo que la temperatura ambiental aumenta con ese truco.

Le confesé que yo había hecho lo mismo. Después de la boda de Sarita, Chacho me regaló su cuchillo con el gusto que le da deshacerse de cosas inservibles a las que les tiene mucho cariño. A los pocos días llamó para decirme:

—Recicla el cuchillo. Ya no sirve para que deje de llover sino para que suban las temperaturas. ¡Por eso llovió en la boda! El Frente Frío se interrumpió y se armó un chubasco.

La superstición es la forma más práctica de enfrentar los enigmas de la naturaleza. Esto significa que en el jardín de Pepe encajé el cuchillo de Chacho.

Se lo conté al otro invitado. Él guardó un silencio grave, como si pensara en algo complejo o sufriera hipotermia. Finalmente dijo en tono sensato:

—¡Claro! Los cuchillos no sirvieron porque uno anuló al otro. La próxima vez nos ponemos de acuerdo.

México es tierra de paradojas: el calentamiento global hace que nos enfriemos. Mientras los glaciares se derriten buscamos remedios locales, como el cuchillo climático cuya hoja anuncia: «Aquí es Texcoco».

¿Hay vida en la Tierra?
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