LA NIÑA Y EL ÁRBOL

El 31 de enero de 2007 me encontraba en la sala de espera del aeropuerto de Oaxaca, a punto de tomar el vuelo 216 de Mexicana de Aviación rumbo a la ciudad de México, cuando un llanto se apoderó del lugar. La mayoría de los pasajeros hicieron el gesto de desaprobación que suelen suscitar los niños en los viajes.

El turismo en masa ha promovido la absurda idea de que las excursiones deben ser cómodas. Ya no se trata de tener aventuras sino de tener rutinas. La paradoja es que nada resulta tan incómodo como un sitio congestionado por turistas. Sin embargo, aunque sean ellos quienes empeoran el entorno, observan a los demás con misantropía.

En la sala de espera un grupo de viajeros de mejillas encarnadas (no parecían haber recibido el sol sino una radiación nuclear) miró con reprobación al sitio de donde salía el llanto. Una vez más su agencia de viajes no había podido impedir el contacto con los sonoros sinsabores de la infancia.

No reparé mayor cosa en el asunto hasta que el llanto cobró dimensiones de alarido. No se trataba de un bebé, sino de alguien un poco mayor. Una angustia inaudita se expresaba en los gritos interrumpidos por espasmódicos sollozos.

Me volví hacia la izquierda y vi a una niña de unos cuatro años. Tenía los puños cerrados y nos miraba como si supiera algo que los demás ignorábamos. Estaba acompañada por otras dos niñas y un hombre con cinturón ranchero, barriga feliz y rostro bondadoso. Era fácil imaginarlo como un diligente pastor de cabras. Me acerqué a preguntar qué sucedía.

—Extraña a su mamá —el hombre señaló a la niña.

Me contó que viajaban a Nueva York. La madre los alcanzaría en quince días.

El quejido de la niña adquirió entonces un inquietante ritmo de fuelle, como si tragara su propio aire.

Durante mi estancia en Oaxaca había oído historias de la gente que tiene que irse al otro lado. Casi la mitad de los oaxaqueños están en el extranjero: a California ya le dicen Oaxacalifornia. La ciudad había vuelto a una aparente normalidad después de las barricadas y los incendios, los cuatro meses de conflictos que en 2006 causaron veinte muertes, la ineptitud del gobernador y la ocupación armada, pero nada de fondo había cambiado. Los rezagos de siempre seguían ahí. Ahora, en la sala de espera, una niña nos miraba con el pasmo de quien deja de entender la realidad.

Recurrí a la superstición con que los adultos creemos compensar los sufrimientos infantiles. Le compré un chocolate y le dije algo que no me constaba en lo más mínimo: se encontraría pronto con su madre. El hombre comentó que había nevado en Nueva York el día anterior. No se me ocurrió otra cosa que hablar con la niña de muñecos de nieve. Los mejores tenían nariz de zanahoria.

¿Podía haber algo más inútil que contar historias? Lo que dije hizo poco por la niña; en cambio, el hombre se sintió más relajado. Me explicó que eran parientes lejanos. No había podido librarse de llevar a las tres niñas. Le pregunté cómo se llamaba la que estaba llorando. Su respuesta llegó con un escalofrío:

—No sé. —Volvió a sonreír, esta vez con nerviosismo, y agregó—: Somos familia, pero lejanos. No vaya a creer que me la robé.

—Tiene los permisos de los padres, ¿no? —dije, en el tono iluso de quien se tranquiliza a sí mismo diciendo: «El gobierno se ocupará del asunto, ¿no?»

Me mostró unos documentos mientras cargaba a otra de las niñas.

—Ésta es más tranquila —comentó.

En efecto, no lloraba a gritos pero las lágrimas bajaron de sus ojos cuando su «pariente» dijo que era tranquila.

Los papeles del hombre estaban en regla y habían sido revisados por la aerolínea. El asunto era grave por normal. La separación forzada de una niña sin nombre era algo común, una cifra más en la estadística.

Una señora se acercó, quitándole el celofán a una paleta, y una muchacha cargó a la niña. También ellos eran migrantes.

Recordé lo que Italo Calvino escribió sobre el Árbol del Tule después de su visita a Oaxaca. El viajero italiano había tratado de descifrar dos mil años de vida en esa intrincada corteza. No parecía describir una planta sino un país: «Es un monstruo que crece —se diría— sin plan alguno […] El tronco parece unificar en su perímetro una larga historia de incertidumbres, acoplamientos, desviaciones […] De los codos y rodillas de ramas que sobrevivieron al derrumbe de épocas remotas, continúan separándose ramas secundarias anquilosadas en una incómoda gesticulación. Nudos y heridas han seguido dilatándose, proliferando unos en excrecencias y concreciones, protuberando los otros con sus bordes desgarrados, imponiendo su singularidad como el sol en torno al cual irradian las generaciones de células. Y sobre todo esto, espesada, encallecida, creciendo sobre sí misma, la continuidad de la corteza que revela toda su fatiga de piel decrépita y al mismo tiempo la eternidad de aquello que ha alcanzado una condición tan poco viviente que ya no puede morir.»

El Árbol del Tule tiene la edad de Cristo. Comenzaba a crecer cuando el hijo del carpintero pidió en el camino a Judea: «Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí» (Mateo 19:14). En este pasaje de la escritura, «niños» puede ser entendido como «discriminados». Testigo vegetal, el Árbol del Tule resume en su tronco lo que ha visto.

Nos avisaron que el avión podía ser abordado. El momento de seguir nuestros destinos desiguales. Sólo entonces advertí que el papel del chocolate seguía en mi mano, como un talismán inútil.

Caminamos rumbo a la pista, bajo un cielo de un azul purísimo. La niña iba delante de mí. ¿Es posible contar lo que no tiene nombre?

Pensé de nuevo en la visita de Calvino a Oaxaca: lo que no podemos decir nosotros, lo dice un árbol.

¿Hay vida en la Tierra?
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