AMIGOS FEUDALES

—¿En qué parte del pasado vives tú? —me preguntó Pablo Emilio Betancourt. Guardé silenció.

Mi amigo tomó un sorbo de café y precisó su interrogante:

—Todos circulamos por otras épocas. Acuérdate que Chacho quiso ser un libertino del siglo XVIII. ¿Dónde te ubicas?

Vi las migajas que habían quedado en el mantel, como si ahí buscara una respuesta. Pablo Emilio sonrió con superioridad y explicó que se había sumido en el feudalismo:

—Al principio me asombró que eso fuera posible; ahora ya me acostumbré y comienzo a disfrutarlo —agregó.

Había llegado el momento de pedir la cuenta. Él no se dio por enterado: en la Edad Media no había facturas con IVA.

Pablo Emilio prolongó la sobremesa con una peculiar historia. Todo empezó con un trámite para obtener una licencia de construcción muy específica. Sabemos que las oficinas públicas se dedican a mitigar la velocidad. En esos recintos de las horas lentas, la eficacia depende de cerciorarse al máximo de que todo esté en regla. La lógica burocrática exige que la resolución de trámites sea muy inferior al número de solicitudes: los infinitos asuntos pendientes realzan la legalidad del que se resuelve. El desajuste aritmético garantiza que hay control.

La intrincada burocracia ha producido el oficio de coyote, uno de los más estables de la corrupción mexicana. A cambio de una cuota, un hombre se aburre por ti haciendo trámites. Aunque tiene cómplices en cada ventanilla, también a él lo hacen esperar (la celeridad causa sospecha).

Pablo Emilio no quiso ahorrarse las colas para tomar una ficha, los pasillos estrechados por pilas de legajos, las secretarias dedicadas a la minuciosa tarea de pegar calcomanías en sus uñas.

—Así pasé al feudalismo —dijo, extrañamente satisfecho.

Detalló su descubrimiento. Cada oficina es un castillo regido por funcionarios. Hay un rey que no se molesta en firmar, dos o tres príncipes dueños de sellos decisivos, duques y condes que conocen las cláusulas más molestas de los expedientes y una decena de marqueses que vigilan las ventanillas atendidas por una muchedumbre de plebeyos. A todos les dicen licenciados. Quien piense que los plebeyos integran la más baja esfera social no conoce la Edad Media. Estar dentro del castillo es un privilegio: la auténtica ralea vive fuera de la muralla.

Como abundan los aspirantes a entrar a la ciudad feudal, cada burócrata tiene un mozo dedicado a llevar papeles de un escritorio a otro y traer tortas con chorizo de extramuros.

Los trámites no se definen por su contenido sino por un código heráldico: el sello de un duque supera a la firma de un marqués. En este sistema de vasallaje, el expediente 2347/B4 es imbatible porque B4 significa que esa letra y ese número fueron tecleados por la secretaria del rey.

Para obtener su permiso, Pablo Emilio no requería el código B4. Un príncipe le bastaba. Probó las vías de acceso normales, dispuesto a esperar lo suficiente (llevó consigo Vida y destino, de Vasili Grossman, que tiene 1.104 páginas). Cuando llegó al final de la novela, donde los personajes recuperan la «furiosa felicidad de vivir», seguían sin atenderlo. Había atravesado la batalla de Stalingrado y fortalecido sus brazos de tanto sostener el libro ante la inerte vida mexicana.

Entonces fue a otra ciudadela donde conocía a un príncipe influyente y pidió que lo ayudara a franquear las puertas. Una llamada sirvió de sobre lacrado: Pablo Emilio entró a palacio.

Presentó los equivalentes contemporáneos de los certificados de sangre y linaje: el blasón del IFE estaba tan en regla como el del CURP. El príncipe recibió la carpeta. No la abrió porque para eso existen los subordinados. Las facultades de un noble dependen del linaje; puede obedecer al rey o al remoto emperador de Los Pinos, no a un documento.

El príncipe habló con mi amigo en la agradable y elaborada lengua de palacio. Resultó que tenían amigos comunes y compartían variadas aficiones. Pablo Emilio actuó con alcurnia, como si no necesitara nada. El resultado de la cita fue otra cita (concertada con el vasallo superior que lleva la agenda principesca y agradece el honor de que un visitante vuelva).

—El licenciado es un tipazo —dijo mi amigo mientras se vaciaba el restaurante.

De entonces a la fecha habían comido varias veces y hecho excursiones para cazar y montar a caballo en cotos exclusivos. También se habían visto con sus familias. El licenciado le había regalado una escopeta pavoneada, se mostraba cada vez más solícito y afectuoso, tomaba la iniciativa para las reuniones, pero no mencionaba el trámite pendiente.

—¿No te va a dar la licencia? —pregunté.

Pablo Emilio me vio con dureza:

—¿Sabes cuánto cuesta el permiso para cazar un borrego cimarrón? La semana que entra vamos a Baja California.

Entendí que en verdad apreciaba el feudalismo. La relación con el príncipe era más importante que resolver el trámite. Si insistía en terminar el asunto, carecería de un pretexto oficial para volver a verlo.

Lamenté no ser parte de la Edad Media. Saqué la cartera y pagué la cuenta.

¿Hay vida en la Tierra?
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