UN PROFESIONAL DEL MIEDO
Alvarado Gutiérrez es alguien sin nombre de pila, al menos para mí y los amigos comunes. Durante décadas hemos evitado la posibilidad de que su rostro tenga la confiada calma de quien se llama Ernesto.
En la ruidosa infancia, atravesó el patio del colegio sin que nadie se atreviera a buscarle un diminutivo o un apodo. Ya en la secundaria, cuando el revuelto rebaño adquiere identidad cívica y se clasifica por apellidos, se convirtió en el inmodificable Alvarado Gutiérrez.
Desde que lo conozco, es imposible verlo sin tener un susto. Y no es que se comporte como un villano tenebroso. Lo que mueve a espanto es lo asustado que él está.
Alvarado Gutiérrez nació con un rostro especializado para la alarma. No es necesario que algo suceda para que sus ojos miren con genuino pavor.
Hay gente de indiscutible simpatía genética, trazada por el ADN como si fuera a salir en Los Picapiedra; gente de quijada rectangular y esperanzadora sonrisa, que puede meternos en cualquier aprieto sin disminuir su buen humor.
Otras personas, más extrañas, tienen la indescifrable cara de cualquier persona. Rostros intercambiables, ajenos a un destino previsible y a la noción de «señas particulares».
Alvarado Gutiérrez representa el reverso de esas dos posibilidades. Sus facciones no pertenecen ni a quienes brindan confianza o bonhomía ni a quienes no sugieren nada. Llegó al mundo con mirada de absoluta gravedad y nariz de mayordomo de Europa del Este. El hecho de que sea una magnífica persona refuerza la inquietud que provoca. Su semblante es el de un alma buena que ha visto lo peor.
Los años compartidos nos han llevado a ambiguas situaciones. Sus comentarios suelen ser inofensivos pero su cara los vuelve dramáticos. Cuando compré mi primera máquina de escribir (una Olivetti Lettera 22) se asomó al teclado y dijo en forma inolvidable: «El alfabeto está revuelto.» Sus palabras salieron sin énfasis, pero me produjeron instantánea alarma. ¡Había comprado un aparato de locos que empezaba por la q! Escribir a máquina me pareció una insensatez de la que aún no me repongo. Tal vez por eso golpeo en exceso las teclas y borro las letras. Nunca aprendí mecanografía pero reconozco por instinto el delirante acomodo de las letras. Hace poco, Alvarado Gutiérrez vio el teclado de mi laptop y comentó: «Escribes como un ciego.» Sus palabras se referían a las letras semiborradas, pero su semblante parecía sugerir una limitación moral, mi falta de visión ante los textos.
No creo que nadie le haya dicho nunca que tiene cara de angustia por la sencilla razón de que él es el primero en asumirlo. En tiempos de precariedad, quiso conseguir un sueldo con su cara y fue a los Estudios Churubusco a probarse como extra de una película de terror. Lo rechazaron de inmediato porque su expresión carece de matices: no representa a alguien que se asusta al descubrir al babeante monstruo, sino a quien está asustado antes de verlo.
De manera lógica, llevó su pasión por las imágenes a otro territorio: decidió ser laboratorista y revelar negativos en la solitaria compañía de un foco rojo. Trabajó con éxito en esta función hasta la tarde en que el gerente de la empresa entró al cuarto oscuro de improviso, vio aquel rostro de terror en la semipenumbra y sufrió un infarto que le permitió cumplir por otra vía el recorte de personal que había previsto.
No todas las reacciones que mi amigo provoca son de ese signo. Sus ojos de fin de mundo han cautivado a mujeres dispuestas a rescatarlo de la tragedia y sus efectos especiales. No vacilo en decir que ha sido feliz. Alvarado Gutiérrez ha superado con creces su notable impedimento.
En los repetidos encuentros casuales que tenemos en la ciudad, he constatado el desconcierto que suscita entre quienes lo miran por primera vez. Su presencia provoca un malentendido instantáneo que él combate con ironía, diciéndome en voz baja: «Otro amor a primera vista.»
Hace poco tuvimos una de esas conversaciones que sólo permiten las amistades blindadas por los años. Me dijo que en algún momento de su vida alguien le sugirió una operación facial, pero él optó por ser fiel a su amedrentada personalidad. «No me arrepiento», comentó: «hubiera dejado de ser yo.» Me atreví a preguntarle si podía tener sosiego sabiendo que cualquier espejo lo confronta con una angustiosa palidez y ojos abrillantados por el pánico. Me vio como si yo hubiera dicho algo espantoso, cosa perfectamente normal, pues siempre mira así. Luego me explicó, con su habitual paciencia, que para él nada sería tan terrible como lucir contento.
Alvarado Gutiérrez ha vivido para contradecir un refrán: «Al mal tiempo, buena cara.» Su rostro de náufrago sin balsa oculta un temperamento dichoso.
A últimas fechas, su popularidad ha aumentado enormidades. Los amigos lo buscan sin cesar y los conocidos quieren acercársele. El clima de violencia en que vivimos ha normalizado su cara. Y no sólo eso. Su espléndido carácter brinda una prueba de entereza: ha visto lo peor y no se agüita. Alvarado Gutiérrez se responsabiliza del entorno con sus facciones y lo hace llevadero con su actitud y sus palabras.
Todos los días, los periódicos publican el número de ejecuciones, el marcador rojo de la sangre. Al saldo del crimen organizado se agrega la inseguridad común que padecemos. La gente quiere estar cerca de mi amigo para convencerse de que es posible sobrevivir en el horror. Su cara se ha vuelto de interés social. Le comenté esta hipótesis y sonrió a su escalofriante manera.
Le pedí permiso para escribir sobre él y me advirtió: «Las apariencias engañan. Conozco gente con nariz de ángel que no tiene paz. Yo me la paso bien.» Alvarado Gutiérrez habla con la seguridad que le da ser un hombre de su época.
El héroe asustado se divierte.