AMOR CELULAR

En mi infancia, un objeto parecía resumir los remedios para el hombre en apuros: la navaja suiza. Durante años esperé el momento de encarar una situación que me llevara a usar en forma simultánea la lupa, el sacacorchos y las pinzas para arrancar cejas. Aquella navaja había sido ideada para momentos complicados que por desgracia nunca fueron míos. Ni siquiera en mi paso por los boy scouts encontré mejor uso para la hoja grande que untar mostaza en mi sándwich.

El teléfono celular llegó a nuestros bolsos y cinturones como la versión ultramoderna de la navaja suiza. Ofrece tal cantidad de posibilidades que muchas de ellas sólo se utilizan porque están instaladas. Que alguien te fotografíe con un teléfono debería ser una transgresión simbólica tan obvia como que un cura te dé la bendición con un zapato. Sin embargo, vivimos tiempos de simbiosis en que los aparatos aspiran a la identidad versátil del ornitorrinco eléctrico. Poco importa que un teléfono fijo ofrezca mejores condiciones acústicas o que una cámara supere en nitidez al visor del celular. Lo gratificante es la condensación de oportunidades.

Tal vez porque en mi niñez de explorador no encontré el momento de aprovechar la aguja de coser mientras decapitaba a un oso con la hoja serruchada, encuentro pocas virtudes en las herramientas que ofrecen usos combinados.

Obviamente pertenezco a una generación rebasada por las ofertas del mercado. Cuando le digo a un joven que las fotos tomadas con celular no son precisamente deslumbrantes, me responde en tono de obviedad: «¿Y qué querías? ¡Es un celular!» Esta rotunda respuesta tiene el objetivo no declarado de establecer una distinción entre la artesanía y el arte, o de atribuirle al arte la condición duchampiana de ready-made. El egregio Thomas Mann señaló que la principal diferencia entre alguien que redacta por una razón cualquiera y un novelista de verdad es que al segundo le cuesta más trabajo. El arte suele surgir de un problema superado y se estimula a través de restricciones.

La simbiosis de tecnologías da nuevo valor a la inmediatez y la impureza. El celular no fue inventado para poner a prueba la perfección de los cinco sentidos, sino para mostrar que a veces resulta útil oír mal, ver a medias o sentir una extraña vibración en el bolsillo.

Esto explica las frases de literalidad extrema que oímos al subir al vagón del metro: «Pinche Luis: apenas estoy subiendo al vagón del metro…» ¿Qué tan lejos debe estar el pinche Luis para que eso sea interesante?

En una época en que se venden osos de peluche con celular, la telefonía portátil es un lugar común para los niños. En cambio, tiene cierta aura mística para alguien como yo, que creció ante el programa de televisión Combate, donde la arriesgada comunicación en walkie-talkie obligaba a decir una clave que nunca descifrarían los nazis: «Jaque Mate Rey Dos», y a aguardar la respuesta: «Aquí Torre Blanca.»

La renovación tecnológica convierte en cacharros a los productos precedentes. Por otra parte, al normalizar el uso de lo nuevo, desacraliza su funcionamiento. Quienes sintonizaban radios por primera vez aguardaban mensajes divinos o paranormales y el contundente teléfono negro parecía hecho para hablar con almas del más allá.

Como la generación digital dispone de una comunicación más ubicua y portátil que la transmigración de las almas, sus funciones resultan más profanas. Así como la ciencia ficción perdió impulso cuando las naves de Estados Unidos y la Unión Soviética comenzaron a surcar el espacio exterior, la posibilidad de hablar desde cualquier sitio y en cualquier momento frenó la búsqueda de rarezas auditivas. No he sabido de nadie que baje el alma de su abuelo por internet.

Pero no todo es pragmatismo en el nuevo medio operativo. Los afectos han encontrado ahí novedosos códigos.

Hace poco, un gran conocedor del rock nihilista de dieciséis años, a quien apodan el Mandril, me contó que sólo se dirigía a su novia a través de llamadas perdidas. Como el dinero no les alcanza para pagar la cuenta de su comunicativo amor, se limitan a marcarse sin contestar. Su pasión prospera en un código cercano a la clave Morse.

El Mandril detesta la cursilería, escucha percusiones que retumban en el estómago y se impacienta con facilidad. En el último año sólo estuvo quieto tres horas (mientras le hacían rastas). Su novia, Mónica, tiene todas las virtudes para inspirar la poesía de Petrarca. En un acto de amor reflejo, el Mandril le dice «Changa» (también le dice «güey»). De manera curiosa, la pareja ha llegado al sentimentalismo a través del celular. Como carecen de presupuesto para hablarse, recurren al truco pitagórico de dejar un número que significa mucho. Seguramente les parecería muy poco cool y vergonzoso decirse letras de boleros; sin embargo, el código que han creado honra a una especie capaz de morir de amor.

Como el Mandril buscaba a alguien que le tradujera las letras del grupo alemán Ramstein (que anuncia el fin simultáneo del mundo y los oídos), me ofrecí a cambio de que me descifrara su código celular.

Arreglo un poco lo que me dijo pero no creo falsearlo mucho. Una llamada perdida significa: «Estoy aquí y te adoro»; dos llamadas: «Un segundo bastó para recargar mi amor»; tres llamadas: «Soy necio porque te amo»; cuatro llamadas: «Era obsesivo y tus números me volvieron compulsivo»; cinco llamadas: «No contestes porque te incendias»; seis llamadas: «Rescátame: estoy preso en tu teléfono.»

El sistema numérico de Mónica y el Mandril no le pide nada a las serenatas que unieron a nuestros abuelos. Si alguien duda del romanticismo posmoderno debe saber lo que significa la séptima llamada: «Cuando digo tu nombre, tengo celos de mi voz.»

¿Hay vida en la Tierra?
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