HAMBRE DE ARCHIVO

—¿Los pongo en el archivo salado? —preguntó una mujer.

Oí la frase mientras esperaba en una oficina de gobierno. Ya en otras ocasiones había visto la curiosa archivonomía que se ejerce en el laberinto de documentos que nos define como ciudadanos.

Seguí a la mujer hacia un archivero que ocupaba media pared. Ella llevaba frutos de tamarindo cubiertos de sal, una golosina dulce y salada.

Una colega inmensa se acercó a decirle:

—El tamarindo siempre es dulce.

Este axioma fue recibido de mala manera:

—¡Estás tan gorda que ya deberías pagar predial! —El insulto fue seguido por el motivo que lo ocasionaba—: Todavía me debes veinte.

Con resignada lentitud, la mujer metió la mano a su sostén y extrajo un billete azul:

—No perdonas nada, mana.

—Si doy más crédito me voy a arruinar. ¿No ves que la bolsa cayó en Nueva York?

Las mujeres se reconciliaron con una carcajada. Sin embargo, esto no resolvió el problema del tamarindo. ¿Era dulce o salado?

La archivista se dio cuenta de que la observábamos y abrió una gaveta para que pudiéramos admirar lo que produce una mente ordenada. Muy diversos antojitos habían sido clasificados en secciones destacadas por pestañas de colores. Esa gaveta pertenecía a la nomenclatura de lo dulce y contenía suficientes específicos azucarados para volver diabética a una escuela primaria.

Con el gesto de quien domina su oficio con derrochadora pericia (es decir, con la mano que sostenía los tamarindos salados), la mujer abrió otra gaveta que contenía todo lo que México ha hecho en pro de la harina chatarra. El crocante universo que va del Churrumais a la Pizzerola se encontraba ahí, sin excepción ni fisura. Vi retorcidos charritos y crepitantes totopos.

El archivo salado y el dulce tenían el común denominador del picante, sabor que todo lo aglutina.

La archivista revisó sus tamarindos y preguntó como Hamlet en su monólogo inmortal:

—¿Dulce o salado?

Para ese momento, varios oficinistas se habían congregado en torno al archivo. Yo iba en compañía de mi amigo La Furia, que no conquistó su apodo en campos de batalla sino dando lata en la UNAM. Con la enjundia que lo caracteriza, me pellizcó como si yo estuviera borracho y debiera volver a la sobriedad para no perderme la escena.

Los trámites de la oficina se suspendieron en favor de la siguiente discusión:

—El tamarindo es un fruto y los frutos siempre son dulces —dijo un hombre de unos sesenta años, con aire de ser jefe de varios de los presentes.

—¿Un fruto es lo mismo que una fruta, licenciado? —le preguntó con descarada coquetería una secretaria que tenía calcomanías en las uñas.

—¡Resbalosa! —le dijo la gorda que ya debía pagar predial.

—El tamarindo es dulce, pero luego lo salaron —informó la encargada del archivo.

En ese momento ocurrió lo que yo menos deseaba. La Furia se consideró facultado para intervenir:

—Los archivos existen para guardar un secreto.

Varios rostros se volvieron hacia el intruso. Vi los párpados semicaídos de quienes repudian mucho pero aún no lo dicen.

—Aquí no se atiende al público. —La archivista resumió lo que todos pensaban. Habíamos cruzado una frontera sin documentos y eso nos saldría caro: seríamos deportados a la zona que eterniza los trámites.

Como La Furia considera que el desprecio es una forma secreta de la atención, continuó, imperturbable:

—Hay cosas que se encuentran sin problemas en un archivo; lo decisivo es que sugiera que puede haber algo más, algo ilocalizable, espectral. El archivo se justifica porque encierra algo que no se ha encontrado, un secreto que lo hace parecer infinito.

—¿Tu archivo tiene secretos, mana? —dijo con ironía una secretaria, mientras alargaba su chicle con el pulgar y el índice en un gesto de suprema indolencia.

La archivista vio a La Furia y le preguntó con amabilidad:

—¿A qué vino usted?

Mi amigo contó el terrible problema catastral que tenía.

—¡Froy! —La mujer llamó a un hombre al que le faltaba una mano—. Atiende aquí a los señores. Llévalos al archivo frío.

Aunque la última frase hacía pensar en la morgue, el tono fue tan cordial que salimos de ahí de buen ánimo. Subimos dos escaleras y llegamos a un pasillo elevado que conectaba ese edificio con otro. Siempre pedante, La Furia dijo que le recordaba el Puente de los Suspiros en Venecia.

Le pregunté de dónde había sacado lo del archivo.

—¡¿No has leído a Jacques Derrida?! —preguntó, profundamente herido, como si se hubiera quedado ciego por mi culpa.

Me recomendó Mal d’archive, que trata de la apasionada enfermedad de clasificar y se tradujo al inglés como Archive Fever. Ahí queda claro (o por lo menos confuso de modo interesante) que todo archivo contiene un elemento esquivo, la presunción de que puede haber algo más: una ceniza fantasmal, «un secreto inaccesible que lo hace parecer infinito» (repitió con deleite). Los tamarindos salados entrarían al archivo como un enigma. Era lógico que en el país con mayor obesidad infantil y donde vive el hombre más gordo del mundo, las oficinas públicas clasificaran comida chatarra.

—No tenemos fiebre sino hambre de archivo —opinó La Furia.

El archivo frío resultó ser un cuarto donde los expedientes estaban en cajas de galletas Gamesa. Con sorprendente agilidad, Froy movió documentos con su única mano y dio con el que buscábamos.

Regresamos por un sello al archivero de lo dulce y lo salado. La zona estaba despejada.

—¿Dónde quedaron los tamarindos? —pregunté.

—Es un secreto de archivo —la mujer sonrió.

Dos llaves pendían de su collar. Una para lo dulce, otra para lo salado.

—¿No hay una tercera llave? —aventuró La Furia.

—La de mi casa, pero no es para ti —dijo ella, en el tono de una experta en el rechazo que niega como si hiciera un favor.

¿Hay vida en la Tierra?
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