UNA LLAMADA PARA MARIBEL

Desde que los teléfonos dejaron de ser negros, la vida de Maribel se volvió un desastre. Qué confiables eran los antiguos aparatos, de honesta estridencia y peso granítico. Entonces sólo las divas de Hollywood usaban teléfonos blancos, con un cable de veinte metros, no para platicar mientras recorrían su mansión (aquellas diosas no salían de su cama redonda) sino para enrollarlo morosamente entre los dedos.

Maribel tiene amigos que oyen su voz en la grabadora. No contestan, pero están ahí, entregados al vicio de filtrar llamadas. Su aparato es una baratija extraliviana, color jamón de Virginia, muy a tono con su perpetua crisis de telecomunicaciones. Hace unos días despertó con la noticia de que México tenía un satélite averiado. El Solidaridad 1 orbitaba la Tierra, en el silencio del espacio exterior, incapaz de transmitir señales a las computadoras y las terminales telefónicas. «Sólo faltaba eso, que me perjudicara un satélite.» Pensó en los recados urgentes que aguardaba. No dio con ninguno y esto confirmó sus preocupaciones: las sorpresas no se anuncian. ¿Funcionaría su bíper? Hizo diez llamadas al respecto y diez voces perfectamente adiestradas en la indiferencia le dijeron que no se preocupara. «¿Le falta algún mensaje?», preguntó la última secretaria con cierta sorna, como si la considerara una vil solitaria. «No», dijo Maribel, y se sintió una tonta y volvió a fumar. ¿Cómo quejarse de las frases que se ignoran y sin embargo deberían estar ahí?

Su bíper le comunicó una cita de limpieza facial, un escueto reproche de su madre y una narcótica junta de trabajo. Tal vez lo mejor se había perdido por culpa del Solidaridad 1.

¡Cuántas palabras sueltas en el cielo! Seguramente los satélites mexicanos funcionaban como el resto del país; imaginó celdas fotoeléctricas atadas por esos alambritos forrados de plástico que cierran las bolsas de pan. Sólo faltaba que aquella cápsula de las llamadas pendientes explotara en la estratósfera y cayera sobre la Colonia Villa de Cortés en una lluvia de metales fundidos.

Al día siguiente supo que los teléfonos celulares iniciaban el programa «el que llama paga». ¿Serían capaces sus amigos, de por sí faltos de iniciativa, de valorarla en más de dos pesos el minuto?

Obviamente, hubiera llevado una vida más tranquila sin las plurales expectativas del correo electrónico, el teléfono inalámbrico, el celular y el bíper. Pero si así se sentía aislada, ¿qué sería de ella en un mundo donde muy de tanto en tanto escuchara el silbato del cartero y acaso una vez en la vida las batientes alas de una paloma mensajera?

Hay que aceptar los hechos: hasta las monjas de clausura usan celular. Maribel tuvo el mal tino de divorciarse durante la guerra santa de Telmex, AT&T y Avantel. En una etapa en la que nadie se acordaba de ella tan seguido como merecía, las únicas personas verdaderamente ansiosas de llegar a sus oídos eran los propagandistas de las compañías en discordia:

—¿Está usted satisfecha con su servicio telefónico?

—No: detesto la calidad de las personas que me hablan. ¿No pueden reparar a la gente al otro lado de la línea?

En una de esas revistas que cada abril reinventan la vinagreta o la ubicación del punto G, Maribel leyó que una persona que recibe de veinte a treinta llamadas al día califica como «sociable». Para mantener una buena balanza entre el interés y el afecto, la revista recomendaba que sesenta y cinco por ciento de las llamadas fueran de trabajo y treinta y cinco por ciento personales. Ella hizo su estadística y no quedó tan mal: veintiocho llamadas en un día, que redujo a veintiséis cuando una amiga le habló horrores del fraude electoral en Guerrero (se sintió culpable de su lista y eliminó al hombre que preguntó si ahí era Don Queso y a la mujer que produjo un jadeo inclasificable). Maribel era «sociable» pero sus protocolos telefónicos dejaban mucho que desear: David la decepcionó por sus llamadas de aeropuerto (le encantaría estar con ella, ¡lástima que ya tenía pase de abordar!); Pedro la estafó con una llamada desde la cárcel (le pareció un detallazo que él la escogiera para su único mensaje legal hasta que ella tuvo que pagarle el abogado); tronó con Manfred cuando compró un aparato que le permitía tener llamadas en lista de espera («te voy a poner on hold», dijo él en forma imperdonable: ¿existe humillación superior a la de aguardar ante una voz prioritaria?).

En la noche, una mujer se asoma al cielo sin estrellas de la ciudad y observa un repentino resplandor: el satélite vuelve a funcionar o avisa que caerá a la Tierra. Maribel cierra los ojos, respira hondo y cruza los dedos.

¿Hay vida en la Tierra?
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