LA FRASE TRIUNFAL

I

Entre las limitaciones culturales del género masculino se cuenta su incapacidad para dar con estupendas frases amorosas. Cada tanto, las mujeres comprueban que el hombre que aman puede decir muchos elogios del Kikín Fonseca o algún otro delantero, pero es incapaz de mejorar la vida conyugal a base de palabras. La poesía de los trovadores cátaros, los torneos medievales, el bolero y las serenatas surgieron para subsanar esta evidente carencia masculina. Hasta donde sé, aún no hay un sitio en internet dedicado a aliviar a los varones de sus apuros lingüísticos. Urge un método moderno para nivelar la conversación de las parejas. En cualquier arenero del mundo, una niña de tres años habla mejor que el niño colgado de cabeza de un tubo. Las cosas cambian poco a partir de ese momento.

¿Qué milagro hace que las mujeres sepan lo que tienen que decir mientras el hombre comprueba que recuerda las escalas de la «ruta de Hidalgo» pero no puede servirse de su destreza mental para expresar sentimientos convincentes? Además, cuando por fin dice alguna frase reveladora, el cortejo suele desembocar en un malentendido. «¿De veras crees que soy así?», pregunta ella. Tus raros piropos la han llevado a una estratósfera emocional donde es normal poner ojos de astronauta. En forma elocuente, Raymond Carver tituló uno de sus libros ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Este prolegómeno sirve para llegar a una historia de la que acabo de ser testigo y cuyos protagonistas, emblemáticos representantes de una época en que el amor no siempre pasa por acuerdos verbales, llamaré Ramón y Marita.

Eran las 11.30 de la noche cuando Ramón llegó a mi casa con el semblante descompuesto. Había discutido con su esposa y la culpa era mía. Como ya otras veces me ha responsabilizado de beber lo que bebe o comprar lo que compra, no me sentí culpable.

Todo empezó porque Marita dijo que a Janis Joplin no le daría ni agua. Las cosas por las que puede disputar una pareja son increíbles pero yo no estaba preparado para ésta.

De pronto, Marita especuló en la posibilidad de que Janis reviviera para visitarlos en su casa y en la reacción que tendría Ramón, incorregible fan de esa mujer perturbada y olvidadizo padre de familia. Hay genios que dan mal ejemplo en la vida doméstica. Marita lo sentía mucho, pero no le ofrecería nada a la bruja cósmica del rock, aunque estuviera a punto de volverse a morir, esta vez de sed.

Ella sí tenía presente la edad de su hijo Andrés (catorce años, muy pocos para conocer personalmente a Janis). Había que tener prioridades. Esto fue lo que dijo en el antecomedor. Ramón cometió el error de defender a Janis, lo cual fue interpretado como un absoluto desinterés por la salud mental de su hijo.

Luego explicó por qué la culpa era mía. Alguna vez comenté que si a Enrique Vila-Matas la nerviosa Barcelona le parecía «la madame Bovary de las ciudades», lugares tan dramáticos como Tijuana o el DF merecían ser «la Janis Joplin de las ciudades». «Una vez que te gusta una mujer complicada, las demás te parecen borrosas», agregué. Ramón le dijo a su mujer que seguían viviendo en el DF por lealtad al convulso temperamento de Janis Joplin. Discutieron hasta que nada tuvo que ver con nada y él acabó durmiendo en mi casa.

II

Hay mujeres que asumen su depresión comiendo una cubeta de helado y hombres que asumen su depresión viendo películas de karatekas. En su segundo día en la casa, Ramón rentó cinco o seis videos que parecían uno solo. Cuando le pregunté de qué trataban no pudo decirme. Veía los golpes como un fenómeno atmosférico, sumido en la tragedia de extrañar tanto a Marita.

—Háblale —le aconsejé.

—¿Y qué le digo?

Con simplismo psicológico le dije que podía reconciliarse con ella sin tener que hablar mal de Janis Joplin.

—Ése no es el punto —comentó Ramón—: va a querer que le diga cómo la quiero.

Habíamos llegado al eterno conflicto de la especie. ¿Puede el hombre que ama decir de qué modo ama?

—Ayúdame —Ramón me miró como un mártir del cristianismo—: eres escritor.

Esta frase me recordó que no le había cambiado el agua a la pecera.

Tres horas más tarde, mi amigo llegó corriendo a la cocina donde yo preparaba un sándwich complicado para posponer nuestro reencuentro. Los ojos le brillaban, había hablado con Marita, pudo decir la frase: ella lo quería.

Todo había sido una idiotez. ¿Había algo más absurdo que dos personas que se necesitaban tanto discutieran por lo que harían si una muerta llegaba a su casa con mucha sed?

Ramón me abrazó como no lo hacía desde que lo perdoné por rayarme el disco de Sargento Pimienta. Entonces le pregunté cuál era la frase. No quiso decirme:

—Funcionó. Es lo que cuenta.

Mi esposa se enteró de la frase quince minutos después. Marita habló para decírsela, orgullosa de la repentina apertura emocional de su marido. La frase es ésta: «Puedo luchar con todo pero no contra tus ojos.»

Ramón y Marita celebraron la reconciliación con un fin de semana en Ixtapa. Su hijo Andrés se quedó con nosotros. Mi amigo sólo cometió un error al recorrer el camino de los sentimientos: olvidó regresar los videos de karatekas.

Andrés se sometió a una dieta visual de golpes orientales. Durante varias horas del sábado escuché a la distancia ruidos que servían para destrozar coches y personas en Hong Kong. De pronto, Andrés pidió que fuera a ver algo. Rebobinó un video, lo detuvo con gesto teatral y pulsó el botón de on. Un chino musculoso dijo en la pantalla: «Puedo luchar con todo pero no contra tus ojos.» Se dirigía a su gurú, un ciego que sin embargo percibía el entorno con gran capacidad kung-fu.

—¡Mi papá dijo una frase de karate! —fue el asombrado comentario de Andrés.

Traté de decir otra frase kung-fu, algo así como: «El silencio es la alianza de los guerreros.»

Andrés me vio con ojos que significaban: «¿Me estás pidiendo que calle esto?» Luego me preguntó por qué sus padres tenían que hacer las paces sin que él fuera a Ixtapa. Supe cuál sería la primera frase que le diría a Marita.

Dos días después de su regreso, Ramón tenía un moretón en el pómulo. Era fácil adivinar la causa: Marita esperaba un mensaje genuino, no algo copiado de un karateka. Y, sin embargo, Ramón nunca fue tan auténtico como cuando se sumió en todas esas peleas ajenas, sin entender nada de la trama, hasta que una frase lo devolvió a sí mismo y a lo mucho que quería a Marita. ¿Qué importa más, el origen o el efecto de las palabras? ¿No es más dueño de una frase quien la repite con sinceridad que quien la concibe con ingenio? ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Por suerte, Marita ya volvió a perdonar a Ramón. No quiero saber lo que él le dijo.

¿Hay vida en la Tierra?
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