UN ARTÍCULO DE FE

Al subir a un avión sonreímos sin saber muy bien por qué. La posibilidad de tentar al destino hace que seamos más supersticiosos que racionales: no sonreímos por dicha, sino como un conjuro contra la adversidad.

Pensé esto al tomar un avión de hélice de Zacatecas a la ciudad de México.

En la fila para documentar me había llamado la atención un hombre con el pelo a rape, camiseta de basquetbolista y botas de una piel que no supe reconocer, una piel de reptil con crestas diminutas. En su brazo, un Cristo tatuado lloraba lágrimas azules. Tres cadenas de oro le pendían del pecho y dos celulares del cinturón de pita. Lo escuché hablar en buen inglés por uno de sus teléfonos. Luego sonó el otro y habló en susurros. Su equipaje era una bolsa verde, como las que usan los soldados norteamericanos. Parecía un ranchero que hizo negocios al otro lado de la frontera y empacó de prisa. Iba acompañado por su mujer y un hijo pequeño, que tenía en los brazos calcomanías que semejaban tatuajes.

Antes de documentar, me encontré a un conocido y sobrevino uno de esos diálogos de esmerada cortesía que los mexicanos sostenemos con personas que no volveremos a ver. La mujer me vio con curiosidad.

Aunque éramos pocos pasajeros, la azafata nos dijo que debíamos respetar los asientos asignados para mantener el equilibrio de la nave. Me tocó el 12D, en la última fila, donde el respaldo no puede reclinarse. A mi lado se sentó la mujer del hombre de los collares de oro.

He oído a conocedores encomiar los aviones de hélice, que pueden planear en caso necesario. Para el viajero común, la cabina estrecha, su tendencia a surfear en las corrientes de aire, y el hecho de que las aspas pertenezcan a una tecnología anterior, sugieren un ambiente algo precario.

Me persigné y abrí una novela para evadirme.

Después de una bolsa de aire, la mujer de al lado preguntó:

—¿Puedo hablar con usted?

Me quité los lentes para escuchar, como si lo hiciera por los ojos. La siguiente pregunta me tomó por sorpresa:

—¿Usted cree que un enemigo puede perdonar? —Sus ojos me vieron con preocupación.

A diferencia de su marido, ella vestía con sencillez: pantalones de mezclilla, sandalias, camisa a cuadros.

—¿A qué se refiere? —le pregunté.

Enrolló con nerviosismo su pase de abordar en el dedo índice y me contó que su marido tenía que respetar un acuerdo hecho por sus jefes. «Hay gente a la que no le gusta lo que uno hace, gente que se mete con uno», dijo de manera enigmática.

Desvié la vista al hombre que dormía plácidamente. «Él es leal», la mujer hacía pausas para encontrar las palabras correctas: «Siempre ha trabajado para la misma gente. Ahora le dijeron que ya no podía trabajar así. Tuvo que aclarar cosas con otro grupo, gente que no lo quiere. Hizo cosas que no le gustaban a esos señores.» Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas: «Sus jefes lo mandaron a verlos.»

—¿Y qué pasó? —pregunté.

—Le dieron una chanza.

Yo acababa de leer en Proceso un escalofriante reportaje de Ricardo Ravelo sobre el narcopacto entre los cárteles del Golfo y de Sinaloa. De acuerdo con esa información, entre mayo y junio de 2007 las bandas habían celebrado siete encuentros para negociar una tregua. Las ejecuciones perjudicaban su negocio. El pacto tenía una cláusula para tratar a los traidores: «El grupo agraviado decidirá qué hacer con ellos: si los castiga o los ejecuta.»

—¿Un enemigo puede perdonar? —la mujer repitió su pregunta.

El atuendo de su marido y la fuerza magnética del reportaje de Ravelo me hicieron pensar en una trama del narcotráfico. ¿Qué hacer en una situación donde se mezclan el miedo, el dolor de una mujer, la imposibilidad de entender, el inesperado contacto con datos oprobiosos?

El hombre dormía, como si cayera dentro de sí mismo. ¿El peligro representaba para él algo elemental? ¿Estaba tan extenuado que al fin su organismo se rendía?

¿Hasta qué punto yo quería interpretar de más? Tal vez las noticias de los últimos meses habían activado mi paranoia y me llevaban a buscar coincidencias donde no las había. Tal vez los problemas del hombre se referían a dos grupos de rancheros y no perdería otra cosa que su empleo. ¿Acaso un ranchero no se harta y se deprime y desea cambiar de aires?

Vi el pase de abordar con el que había jugueteado la mujer: su lugar era el 10D. No había sido asignada a la fila 12 ni estaba por comodidad en ese espacio donde los asientos no se reclinan. Aunque nos prohibieron cambiar de sitio, ella se había trasladado, en pos de una respuesta.

—Un enemigo puede perdonar —le dije.

Entonces ocurrió lo más raro del viaje:

—Gracias, padre —contestó.

Yo era tan exótico para ella como su marido para mí. Reparé en mi atuendo y mi conducta: iba vestido enteramente de negro y el cuello blanco me asomaba como un collarín, llevaba en las manos El día de todas las almas de Cees Nooteboom (ella no tenía por qué saber que se trataba de una novela), me persigné durante el despegue y en la cola para documentar hablé con un conocido en un tono que —ahora me daba cuenta— era bastante sacerdotal. Dos realidades ilusorias se cruzaban en el vuelo. Yo le atribuía a su marido un drama de sangre y ella me atribuía una espiritualidad difusa. Pero su angustia era genuina. Hubiera sido terrible revelarle a esas alturas (nunca fue más lógica la frase) que mi verdadero oficio me lleva a escuchar sin sacramento de por medio.

La mujer necesitaba creer en la palabra empeñada por un adversario y en la respuesta de un extraño en la realidad suspendida del avión. Por la ventanilla, se veía la tierra a la que bajaríamos pronto, donde la gente se entendía tan poco como los pasajeros de los asientos 12C y 12D. Pensaba en esto cuando la mujer sonrió y me mostró su pase de abordar, confesando que había cambiado de sitio:

—Hace demasiado que no hablaba con un padre. —Me vio con una confianza inmerecida.

Me había regalado un artículo de fe.

¿Hay vida en la Tierra?
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