EL ESCRITOR FANTASMA Y SU TESTIGO

El primer escritor profesional que conocí fue Paco López Fischer. A los trece años cobraba un mazapán por una carta de amor.

Su otra pasión consistía en lanzar perdigones de papel humedecidos con su saliva y bolitas de migajón. Su blanco favorito eran las orejas. Una tarde de granizo había descubierto que pocos impactos duelen como un golpe en el lóbulo. Además, se trataba de un objetivo ideal para un virtuoso. Es fácil darle a una nuca. Las orejas reclaman puntería.

Lanzar proyectiles fue la primera señal de que quería comunicarse a distancia. Sin embargo, como autor no buscaba destinatarios propios. Escribía cartas sobre pedido. Hacía dos o tres preguntas sobre la chica en cuestión. Eso le bastaba para concebir un pormenorizado romance literario.

En la época en que las peluquerías se volvían «unisex», comenzó a recibir encargos de mujeres para dirigirse a sus novios. Con admirable profesionalismo, se puso en la piel de las enamoradas y redactó elogios y reproches de emoción genuina.

En ocasiones se hacía cargo de las dos partes de la correspondencia, mostrando habilidad para enamorarse y abandonarse a sí mismo.

Al terminar la secundaria ya le decíamos Cyrano. El apodo le iba bien por su capacidad de escribir con corazón ajeno y su carácter de duelista. El seductor anónimo era aficionado a las peleas. Provocaba lanzando bolitas de papel; si la víctima lo retaba, disfrutaba de una buena golpiza. La misma persona que suplantaba por escrito a la dulce Naty, tenía los nudillos destrozados. Su cuerpo de boxeador podía albergar a una doncella o a un rudo pretendiente.

Cuando empecé a escribir me vio con desprecio: «Pinche aficionado: eso no es profesional.» En efecto, yo no cobraba.

Poco después me cambié de escuela y le perdí la pista. Quise escribir un cuento sobre él, pero me faltaba el desenlace. Me intrigaba que hubiera atado y desatado los romances de una generación sin mostrar otro interés por los demás que el ocasional deseo de partirles la cara. Su escritura había sido utilitaria; no cultivaba otro género que las cartas por encargo. El enigma se perfeccionaba porque yo estaba en sus antípodas: no cobraba, confundía mis pasiones con las ajenas, carecía de entusiasmo por el pleito.

Busqué su nombre en revistas de jóvenes escritores y editoriales marginales; en premios, becas y congresos. Fue en vano.

Hace unas semanas lo encontré en Twitter, amparado en un seudónimo sólo descifrable para sus amigos de primaria. Le pedí que nos reuniéramos. Su respuesta fue típica de la realidad sin fronteras de internet: vive en Alaska. El niño que cobraba con mazapanes ahora trabaja para una compañía de alimentos bajos en calorías.

Sus aforismos en la red van de lo desafiante a lo rabioso. Estaba por borrarlo de mi lista de tuiteros cuando me avisó que vendría a México. Nos encontramos y entendí por qué no había puesto su foto en Twitter: no hace otro ejercicio que enviar mensajes. Sin embargo, está satisfecho del destino que le ha dejado un cuerpo rubicundo, abusivamente sedentario: es escritor fantasma de doscientas cuentas de Twitter. Cobra por eso y calcula que en unos meses podrá abandonar su otro trabajo. Sus clientes son políticos de distintos partidos, parejas atribuladas, seductores que cortejan al mayoreo, opinionistas de la prensa, actrices más o menos famosas y «ciudadanos de a pie». La tecnología vino en su auxilio para convertirlo en Cyrano del siglo XXI: «Hay gente que no tiene qué decir, pero hoy en día si no mandas mensajes no existes», explicó.

Le pregunté si no era conflictivo representar a tantas almas y me dio otra lección de materialismo: «Sólo si no me pagan.» Su gusto por comunicar es perfectamente instrumental: lanza palabras como quien avienta huesos de aceituna. Le apasiona establecer contacto sin motivo para hacerlo, una afición primitiva, típica de nuestra modernidad.

No se ha casado y no necesita otras relaciones que las que modifica a distancia. Fiel a su estilo, me preguntó cuánto me pagaban por mis artículos. Le pareció una bicoca. Luego criticó mi ropa: «Tweed de imitación.» Era extraño que un autor fantasma dijera eso. Por último, el hombre de las doscientas voces me criticó de un modo peculiar: «Tus textos siempre parecen tuyos.»

Hablar con Paco me dejó la sensación de dirigirme a doscientas personas que no estaban ahí. Él se decepcionó de sólo dirigirse a mí.

Limitaciones de escritores.

¿Hay vida en la Tierra?
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