AL DIABLO NO SE LE COBRA
Encontré al Diablo tomando un capuchino. Supuse que no se trataba del titular en el cargo sino de un personaje de pastorela, es decir, un demonio de alquiler que se buscaba el destino en época de Navidad.
Mi asombro creció cuando lo oí decir: «¿Me reconoces?» Sonrió con labios manchados de espuma y me invitó a su mesa. «¡Cuánto tiempo sin verte!», añadió con un afecto preocupante en un diablo. ¿Se refería a un contacto anterior con el Maligno o a la persona que debía reconocer bajo las capas de maquillaje y los estragos de la edad?
«¿Qué te has hecho?», pregunté con fingida curiosidad. Me vio como si repasara guerras y tormentos bajo su custodia; luego enfrentó mi mirada con la picardía de quien descubre un falso interés, le puso más canela a su capuchino y ordenó: «Ven a mi pastorela.»
Explicó que recorría las calles para reclutar espectadores. Había entrado al café porque sus ropas de diablo de feria apenas lo protegían del frío: «La canela es calorífica y los diablos somos friolentos.»
Traté de desviar la conversación a un tema que revelara su identidad. ¿De dónde nos conocíamos? Por desgracia, él sólo hablaba de las molestias de estar tan lejos del infierno en tiempos fríos.
Tenía las mallas remendadas, de modo que me pareció de elemental cortesía pagar la cuenta. Él se opuso con furia teatral; tomó el tridente que tenía apoyado en una silla y lo acercó a mi cuello: «Un elegido es un hombre al que el dedo de Dios arrincona contra un muro»; más calmado, añadió: «Invito porque a mí no me cobran.» Me mostró una credencial de Inspector de Obras, tomó otra cucharada de canela, me dio un volante con los horarios de la pastorela y se despidió del hombre que comandaba la cafetera italiana.
Recordé que en el Fausto de Goethe Mefistófeles aparece como «inspector de obras» de Satanás, una simple coincidencia con lo que me acababa de suceder (no podía complicar esa escena que sólo debía inquietarme por mi mala memoria: ¿quién diablos era ese Diablo?).
Caminaba a casa cuando se fue la luz. Nada ha contribuido tanto al desprestigio de los fantasmas como la electricidad. Mi barrio padece tantos apagones que se ha convertido en renovado bastión de los espectros. En parte, la repentina oscuridad de Coyoacán se debe a los diablitos que los vendedores ambulantes colocan en los cables para robarse la luz. Esa curiosa palabra, «diablito», me recordó al desconocido que me había invitado un café. Tenía previsto ver una película, pero como no había luz fui a la pastorela.
La obra se llamaba El beneficio endiablado. Presencié una representación donde el entusiasmo sustituía al oficio y las velas a los reflectores. El texto parecía inspirado en El buen Dios y el Diablo, de Jean-Paul Sartre, que a su vez se basa en Goetz von Berlinchingen, el drama que Goethe compuso en la misma época en que iniciaba su Fausto.
Aunque la penumbra provocó tropezones y que una pared de cartón piedra se viniera abajo, la trama retuvo nuestra atención. Mefisto no aparecía con cuernos sino como político. El conflicto entre el bien y el mal se dirimía en unas elecciones donde el Diablo no hacía trampa para ganar sino para perder. Ya no practicaba el fraude: había descubierto la fuerza diabólica de una derrota que se sabe administrar. Su nueva arma secreta era el bien. Obnubilado por su victoria, Dios deponía su lucha y contemplaba el universo desde una hamaca. Dueño del territorio, el Diablo perfeccionaba su renovada argucia: se volvía amable, promulgaba leyes, era receptivo y atento. El pueblo se le entregaba, sin la menor resistencia. Como Goetz, el protagonista decía: «Antaño violaba las almas mediante la tortura, ahora las violo mediante el bien…» Éste era el «beneficio endiablado» que prometía el título de la obra.
Habíamos visto una aguda metáfora sobre nuestra transición a la democracia: el PRI había perdido la presidencia para fortalecerse y ahora ganaba todas las alcaldías con la irresistible fuerza de un muerto viviente. Las asociaciones con la política nacional eran tan ricas que tardé en darme cuenta de una cosa: mi Diablo no había actuado en la pastorela. ¿Podía tratarse de un simple pescador de espectadores?
Fui al café y pregunté por él. «¿Cuál diablo?», fue la extraña respuesta. Aquel hombre con cuernos no podía pasar inadvertido. Yo recordaba su sonrisa a la perfección. Me había invitado un café. Esto último me preocupó: habíamos sellado un pacto, por mínimo que fuera, y él me conocía. «El Inspector de Obras», agregué. «Ah, ése: está en la esquina, vino a cerrar el teatro.»
Corrí al sitio donde acababa de ver la pastorela. No encontré el menor rastro de actividad. Tres letreros decían: «clausurado».
¿Había soñado todo desde mi casa sin luz? ¿Veía fantasmas provocados por los diablitos de mi barrio? ¿Era falsa la obra y falsa la imagen de un país donde el Diablo pierde para ganar? ¿Los sucesos se precipitaban y habían clausurado el teatro en un santiamén? Cerré los ojos con fuerza. Cuando los abrí, había vuelto la luz.
Regresé al café a preguntar por el Inspector de Obras. Pedí otro capuchino y el encargado me dijo tras una nube de vapor: «Al Diablo no se le cobra», como si yo fuera Lucifer o por lo menos su amigo. Mientras me servía canela, recordé lo mucho que le gustaba al diablo. Desvié la vista a una mesa: una mujer de extraña hermosura leía un libro con mi nombre en la portada. Esa espléndida señal me provocó alarma. A pesar de la canela, sentí un escalofrío. La mujer era demasiado hermosa, el libro parecía demasiado bien editado. Debía tratarse de una trampa. ¿Una nueva visitación del Maligno? ¿Desconfiaría ya de todo lo bueno? ¿Tendría que beber el protector elíxir de la amargura?
Me pregunté qué podría pedirle al Maligno en caso de que volviera y recordé que el verdadero infierno consiste en no tener nada qué pedir. Después de ver la pastorela, sólo podía solicitarle que volviera a prevaricar y a ser dañino, que dejara de confundirse con el bien y nos beneficiara a su peculiar manera: pareciéndose al Diablo.