LA MALETA QUE ESCAPÓ DE FRANCO

El 20 de noviembre de 2005 se cumplieron treinta años de la muerte de Franco. En mi casa, el Generalísimo era el asesino que pulverizó España y desperdigó a sus mejores mentes por el mundo. Para otras familias, era el Caudillo que combatía el comunismo y mantenía a su país en un orden ritual de escapulario y fiesta brava.

En el ámbito republicano, imaginábamos una España donde ninguna virtud superaba al blindaje textil del cuerpo. Tiempos de mantillas, medias color tabaco, botines de cruenta ortopedia, ropones destinados a convertir el deseo en atributo de la imaginación. Este clima moral, retratado a la perfección en Tristana de Luis Buñuel, sugería tediosos periódicos impresos en tinta sepia y visillos en las ventanas que permitían espiar la indecencia de los vecinos.

Mi padre nació en Barcelona, en el seno de una familia católica y burguesa. Ya en México, se afilió al bando de los rojos. Lejos del origen, los transterrados comían el arroz amarillo que nunca les sabía como el de casa. Unos estaban convidados a las paellas de los vencedores, otros a las de los vencidos. En cuanto pudo decidir, mi padre cambió de paella y prefirió el arroz de la derrota. Los hijos y nietos de españoles que conocí en México estudiaban en el Colegio Madrid, el Luis Vives y otras islas republicanas.

Aparentemente, el Generalísimo estaba dotado de riñón, pero el riñón no le fallaba. Lo mismo pasaba con sus otras vísceras dictatoriales. Parecía inmune a los contagios, como si estuviera constituido por un bloque de mármol del Valle de los Caídos.

Aficionado a las eternidades, Franco propuso un método para desempatar partidos de futbol que consistía en lanzar tiros de esquina hasta que uno de los equipos anotara. El sistema hubiera podido durar días enteros. Los dictadores odian los desenlaces.

Lo único que competía con la capacidad de Franco para refutar el tiempo era la obstinación de los exiliados. En casa de un amigo que llamaré Julián, el abuelo tenía la maleta lista para viajar a España. La veíamos con el respeto que se prodiga a un sarcófago. Enorme, de cuero canela, atravesada por dos correas. Fue la primera maleta con cerradura que conocí.

El abuelo había sido maestro rural en las sierras de León. Sus historias tenían algo de far west. Iba a caballo a enseñar el alfabeto y había sido asediado por los lobos en noches de niebla. Hablaba de vacas con el mismo sentido del detalle con que narraba los viajes de Marco Polo. Dos cosas bastaban para activar su plática: una copa de brandy Bobadilla 103 y que su interlocutor tuviera orejas.

La maleta suscitaba las polémicas de los objetos que no sirven para nada pero no pueden cambiarse de lugar, y la abuela juraba que la iba a tirar (estaba convencida de que contenía regalos para una novia con la que su marido estuvo a punto de casarse). «Tiene mis cosas, mujer», decía él, sin especificar a qué se refería ni prestar la llave para que se supiera con qué equipaje pensaba repatriarse.

Cuando Franco al fin mostró que estaba hecho de sustancia perecedera, el abuelo de Julián inició sus preparativos para la partida, pero murió a los pocos días, como si su destino se hubiera colmado con el fin de la espera.

Julián vivió cinco años en la España de la transición y comprobó que el país, por más que le gustara, no era el suyo. Muchas veces comentamos la frase de un amigo común, Ricardo Cayuela Gally, cuyo bisabuelo fue el último presidente de la Generalitat antes de Franco: «Ser refugiado o descendiente de refugiados en México no es una forma de ser español, sino una forma de ser mexicano.» El alejamiento duró demasiado; los exiliados se transformaron en gente de un país intermedio; necesitaban estar aquí para concebir otra tierra, nunca alcanzable.

Julián hizo una reunión con motivo de los treinta años de la muerte de Franco. Preparó en el jardín una paella que sus hijos describieron con piadoso afecto como «algo distinta» a las que se sirven en Valencia.

De nuevo estábamos ahí, ante el arroz amarillo de la lejanía. «Encontré la llave», dijo Julián. Tuvo que recordarnos la historia de la maleta para que supiéramos a qué se refería. La llave estaba en la cartera que contenía el carnet de maestro de su abuelo.

A treinta años de la muerte de Franco, podíamos conocer lo que ese hombre obcecado quería regresar a España. ¿Una bandera con el morado republicano? ¿Una foto del general Cárdenas? ¿Rebozos mexicanos para aquella novia con la que a fin de cuentas no se casó?

Julián sirvió unas copas de Bobadilla 103 y nos pidió que subiéramos al cuarto de azotea donde guarda los codiciados álbumes de nuestra infancia, que él sí llegó a completar. Yo quería revisar su colección de estampas, pero habíamos ido a hacer un extraño brindis.

En una mesa estaba la maleta. Julián abrió la cerradura y descorrió las correas con la ceremoniosa lentitud de un mago. Vimos papeles viejos. Pensé que se trataba de documentos de la Guerra Civil, pero luego distinguí esforzadas caligrafías, notas en rojo, comentarios al margen, los dibujos entre geniales y locos de los niños. «Era maestro», recordó mi amigo y esto bastó para que en el cuarto se condensara el absurdo de la guerra, las décadas de exilio, el imposible regreso. Lo único que el abuelo sacó de España fueron los exámenes de sus alumnos. Como enseñaba en pueblos dispersos y partió de manera intempestiva, se había quedado sin devolverlos. Esos papeles eran su idea fija. Tenía que regresar para que María y Pedro supieran que eran sobresalientes y Fernando y Lola se enteraran de que tenían que hacer mayor esfuerzo. Nada impediría que él entregara sus exámenes. Ese pequeño archivo expresaba la monomanía de su resistencia.

«Treinta años», dijo Julián, y bebimos sin decir palabra.

¿Hay vida en la Tierra?
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