GALLETAS CHINAS

Bernardo se aficionó a la comida china por ludopatía. El pato laqueado le interesa menos que las galletas de la fortuna.

Mi amigo pertenece a la condición de los que no dejan de apostar. Cualquier sitio se convierte para él en un casino. Cuando nos encontramos en la Terminal de Sur para tomar un camión a Cuernavaca, me dijo: «Cincuenta pesos a que salimos de un andén non.» Ya a bordo, hizo una propuesta más arriesgada: «Cien pesos a que esta vez no pasan una película de karatekas.»

En cualquier ciudad Bernardo propone ir a un restaurante que cuente con galletas de la suerte. Si te lo encuentras en Roma, comes cerdo agridulce.

Para alguien que vive en estado de apuesta, los mensajes chinos son como el oráculo de Delfos. Poco importa que parezcan escritos por disidentes torturados para confesar la buena ventura. Un esmerado sistema de supersticiones obliga a Bernardo a creer que le toca el papelito que merece. «Un adivino no habla como un columnista», dice ante esos augurios sin gramática, sugiriendo que lo genuino se expresa con balbuceos y es refractario al embeleso buscado por el periodista esnob.

En ocasiones, un escéptico refuerza la fe de un fanático. De manera involuntaria, legitimé la superchería de Bernardo. Nos vimos en casa de Chacho para hablar de un proyecto que los ilusionaba desde hacía años, sin muchas posibilidades de volverse verdadero. Querían que yo brindara una tercera opinión.

Chacho decidió pedir comida china. Fue un detalle en deferencia hacia Bernardo. «No me vas a ablandar con esto», dijo el lector de galletas cuando las cajitas llegaron echando humo.

Esa noche comprobé que vivimos en un país donde la utilidad de los proyectos consiste en no realizarlos. La estrategia de mis amigos era absurda, pero les permitía fantasear con un futuro grandioso. Nunca podrían triunfar en la vida real con ese negocio que básicamente servía para organizar cenas y pedir la opinión de los amigos.

Pensé en frases para decir sin ofensa que incluso yo podía advertir que estaban en un error, pero no tuve que abrir la boca. Las galletas resolvieron el tema.

La mía era un regaño: «No aprovechas tu madera.» No sólo me molestó el reproche, sino que la galleta me hablara de tú. La de Bernardo decía: «El horizonte es del audaz.» Chacho leyó la suya: «Un amigo vale más que un negocio.» Dada la circunstancia, este mensaje no nos pareció obvio ni imbécil, sino conmovedor. Chacho decidió retirarse del proyecto para el que no estaba capacitado. Mis amigos se abrazaron, unidos por la galleta y separados en los negocios.

Llevé las cajitas a la cocina mientras ellos sellaban su amistad renunciando a su plan delirante. Iba a volver a la sala cuando vi un papelito arrugado entre restos de arroz Tres Delicias. Lo desdoblé y leí: «El enemigo se acerca, pero el viento puede alejarlo.»

Siempre he pensado que para los chinos el viento es una especie de seguro social. Cuando hay un problema, el cielo sopla una solución.

Chacho había inventado el mensaje de su galleta; el auténtico estaba ahí, como un enigma inagotable, entre granos de arroz. Con admirable generosidad, modificó el mensaje para perder un negocio pero no un amigo.

Durante el resto de la reunión, Bernardo estuvo feliz. Hizo confesiones simpáticas y se abstuvo de contar su chiste del ciclista belga. Chacho lo miraba de modo extraño, como si calibrara el verdadero sentido de la galleta. Yo estaba un poco harto; asistí a esa cena como testigo de un proyecto que no cuajó y una galleta insolente me dijo que no aprovecho mi madera.

Estábamos por despedirnos cuando Bernardo descubrió algo bajo la mesa. Una galleta, ni más ni menos. La milenaria sabiduría china había decidido que la comida solicitada era para cuatro personas.

«¿Quién la abre?», preguntó Bernardo con ojos brillantes. Le cedimos el honor pero como estaba contento no lo aceptó. Pidió que yo lo hiciera para salir de mi situación de convidado de piedra.

De nueva cuenta, la galleta me tuteó: «Tu número de la suerte es el 7.» Leí el mensaje en silencio. Como no había hecho nada significativo en toda la noche, quise modificar el destino. Vi a Bernardo y le dije: «Tu número de la suerte es el 2.»

Al día siguiente fue a un sitio de apostadores donde gastó lo que pensaba invertir en el negocio con Chacho. En todas sus apuestas privilegió el número 2. Escribo con amargura la siguiente frase: ganó una fortuna.

Me llamó por teléfono para contarme «el notición». Su voz sonaba a champaña. Era mi oportunidad de decirle que el tip no venía de la galleta, sino de su gran amigo Juan, y que Chacho me había inspirado: él había modificado su mensaje para no perder un amigo y yo el mío porque soy visionario.

Pero Bernardo es incapaz de creer que un columnista adivine la fortuna. Para él, los hados se expresan en un lenguaje primitivo y hecho en China. Me limité a felicitarlo para no quedar como un oportunista que busca propina. Él me invitó al Lunario para celebrar.

Entonces recordé el verdadero mensaje de la galleta. Compré un billete de lotería terminado en 7. Ni siquiera saqué reintegro.

No aprovecho mi madera.

¿Hay vida en la Tierra?
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