«¡A MÍ QUE ME CLONEN!»

Una inesperada polémica intelectual alteró a principios del siglo XXI el terso transcurrir de la vida en Barcelona. En el prólogo a un libro de poemas, Miquel de Palol afirmó que el catalán literario de hoy «desafina» y se somete con progresiva docilidad a las austeras normas de la televisión. Un idioma de frases cortas y vocabulario austero. De acuerdo con Palol, este encogimiento conlleva la pérdida de una figura retórica esencial a la literatura, la hipotaxis, que garantiza la circulación de las oraciones subordinadas. De acuerdo con tal supuesto, los estilos de Proust, Mann o Bernhard resultan inconcebibles en el catalán actual.

Muy pronto la situación se volvió paradójica: por criticar el influjo de los medios, el poeta tuvo una insólita repercusión mediática; hubo una lluvia de artículos de adhesión o rechazo, todos cuidadosamente provistos de hipotaxis.

Como apenas domino los rudimentos del catalán presencié la polémica sin tomar partido, pero eso no disminuyó mi fascinación. Fue como asistir a un torneo de escolástica donde la sutileza de la argumentación relegaba a un plano inferior el motivo de la discordia.

A veces, el lenguaje suscita alarmas. No deja de sorprenderme que tantos ánimos puedan caldearse con el fuego de una módica estufa. Por lo visto, en tiempos de bienestar y rebajas en los almacenes, el idioma literario puede ser problema agudo.

En México las discusiones no pasan por un tamiz tan selectivo. Es posible que en nuestra vernácula adaptación de las costumbres practiquemos el secuestro en hipotaxis, consistente en raptar la atención del interlocutor con cláusulas que no tienen que ver en el asunto y revelan nuestra irrenunciable tendencia al cantinflismo, pero, la verdad sea dicha, no nos damos el lujo de pelearnos por rencillas gramaticales.

Falta mucho para que la lengua se convierta en asunto de seguridad nacional, como llamamos en México a las cosas de interés. Y tampoco estamos para espesas polémicas por escrito. Lo nuestro son las encuestas telefónicas, que plantean recias disyuntivas.

En diciembre de 2002, dos encuestas rápidas revelaron el gusto por lo esencial de nuestra cultura. Ambas ocurrieron en Canal 2, sismógrafo del alma que se convierte en rating. Confieso que no reparé en su significado ni en su vinculación profunda hasta no ser instruido al respecto por Fabrizio Mejía Madrid, elocuente autor de Pequeños actos de desobediencia civil. La primera pregunta lanzada a la nación era: «¿Es usted feliz?»; la segunda: «¿Le gustaría ser clonado?»

El resultado encierra enigmas sin fin. En el país del relajo y la algarabía con cohetes, la felicidad perdió la encuesta. Sería interesante precisar el grado de nuestra desdicha: «¿Está usted… sentido, bocabajeado, ardido, chípil?» Por el momento disponemos de una certeza empírica: los tristes son mayoría (al menos lo son los que expresan su esencia por teléfono).

Poco después llegó la segunda pregunta. ¿Cómo respondió un pueblo insatisfecho de sí mismo a la invitación a ser clonado? ¡Con entusiasmo abrumador! Estar fregado no impide duplicarse. ¿Dónde está el Kierkegaard capaz de explicar la ambigüedad existencial de la nación que inventó el sabor múltiple y contradictorio del chamois con chile piquín? No es éste el sitio para agotar un tema de suprema ontología. Con todo, la declarada intención de los televidentes de repetir en otro cuerpo su melancolía invita a aventurar algunas hipótesis. Por principio de cuentas, hay que valorar nuestro gusto por la proliferación y el extraño orgullo que nos provoca que en México hasta los pandas se reproduzcan en cautiverio. «¡Somos un chingo y seremos más!», gritamos, como si aumentar en número fuera intrínsecamente positivo. En cualquier convite o jolgorio, hay una amenaza de desolación si no somos demasiados.

La pasión por alcanzar el exceso estadístico explica en parte que queramos repetirnos aunque no nos gustemos mucho. A esto se agrega nuestro muy autocrítico sentido de la venganza: que surjan copias «pa’ que vean lo que se siente».

Es posible que el afán de ser clonado también derive de nuestra fascinación por las soluciones experimentales. El mismo impulso que nos lleva a enfrentar una explosión con un globo lleno de agua permite creer en toda clase de remedios de feria, entrañables por precarios y accidentales. La clonación sería aún más convincente para nosotros si en el proceso interviniera un mecate.

Por último, me atrevo a suponer que el mejor motivo para apoyar esta expansión científica es no saber de qué se trata. Nada nos frena tanto como la molesta información. En el rincón de una cantina, ante el temor y el temblor existencial, un arrebato oscuro e irreversible nos lleva a exclamar: «¡A mí que me clonen!»

¿Hay mayor integrismo que el de un pueblo infeliz que busca repetirse? Estamos ante una muestra de aceptación sufrida pero contundente. Que otros pueblos se preocupen por la situación de su hipotaxis. Nosotros, más básicos y arriesgados, estamos mal pero queremos estarlo por partida doble.

¿Hay vida en la Tierra?
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