EL TELÉFONO ES MUY FRÍO

El principal medio de comunicación de los mexicanos es la comida. El correo, el fax, internet y la telefonía se consideran recursos preparatorios para llegar al guiso humeante. Eso sí, cuando la reunión dura menos de dos horas, se declara inexistente.

La comida rápida nos sume en la más aguda depresión. Comer de prisa es una derrota social. Pero hay algo que nos parece aún peor: comer a solas. Nos resistimos a ser los únicos inquilinos de una mesa y caer en la condición de los descastados que son vistos por los otros con cara de misericordia: «¡A su edad y sin nadie que lo acompañe!»

Recuerdo la tarde dramática en que un conocido remoto se acercó a la mesa donde comía con varios amigos y confesó, como si hubiera contraído una sospechosa enfermedad en Polinesia: «Me dejaron plantado.» Sus ojos pedían rescate y le dimos asilo. La reunión fue un desastre: el entenado profesaba una cosmogonía ajena a la tribu que partía el queso en esa mesa.

Aunque todo mexicano está dispuesto a ser hospitalario hasta la ignominia, en casos como el que acabo de describir uno queda pésimo con los amigos: «A ver cuándo nos presentas a otro cuate», dicen las mismas personas que lo recibieron como Cascos Azules de la ONU cuando no conocían las horrorosas cosas que pensaba.

Los países extranjeros significan para nosotros la región infausta donde un hombre almuerza a solas y parece muy contento. Para ponernos a salvo de esa extravagancia, somos sociables hasta el desastre.

Aunque la convivencia forzada es una molesta forma de la pluralidad, la ejercemos para refutar a Sartre, el sufrido misántropo que dijo: «El infierno son los otros.» En esta parte del planeta, el averno se llama soledad.

¿Qué sucede cuando una comunidad estructurada en torno a los efectos de trescientos chiles llega al siglo XXI? Si en Estados Unidos los Padres Fundadores aclararon que la felicidad se basa en el libre ejercicio de los bienes, en México, donde los mensajes son más oscuros, la felicidad se basa en que el hombre coma en compañía, y que lo haga despacio y sentado (o al menos en cuclillas).

En una ocasión asistí a un coctel donde un eminente jurista mexicano se ofendió cuando le acercaron una charola con canapés: «¡Yo no estudié para comer de pie!», exclamó. Como esto ocurría en París, pocos entendieron que expresaba a cabalidad una ley de nuestra jurisprudencia gastronómica. «¿Quién es este histérico?», me preguntó un francés no iniciado en la antropología nacional.

Pasemos ahora a un tema posmoderno: la velocidad de las costumbres. En México tenemos guisos deliciosos, como el estofado de Juchitán o la cochinita pibil, cuyas recetas comienzan tres días antes de que se sirva la comida, consideramos que la buena educación lleva a comer varias veces de todo (el que no repite, ofende), y estamos convencidos de que el primero que se pone de pie es un patán. ¿Cómo conciliar esto con una época en la que hay horarios de oficina?

El asunto nos lleva al contraste, tan favorecido por los sociólogos, entre comunidad y sociedad. Nuestro ritmo gregario se opone a las exigencias del trato cívico. La comida no ha dejado de ser para nosotros un uso tribal, donde el patriarca tiene privilegios de cuchara y los afectos sólo se consideran auténticos si duran lo mismo que la digestión. Se trata, a no dudarlo, de una comunión sagrada. El problema es que esta entrañable costumbre se originó cuando la unidad de medida del tiempo era el mestizaje y sigue intacta en una época de vértigo.

Para remediar la contradicción entre la necesidad de rendir y la urgencia superior de platicar entre tostada y tostada, nos hemos convencido de que la comida es una forma de la eficacia. La única manera de llegar a un acuerdo —ya sea afectivo o profesional— consiste en compartir la mesa del tequila al pluscafé. Las llamadas y los mails son meras tratativas para planear el momento en que un plato de gusanos de maguey proclama que empezamos a coincidir.

Llego a una pregunta decisiva: ¿puede la indigestión coexistir con el rendimiento? Respondo como quien lanza otra tortilla al comal: por supuesto que sí. Nuestros platillos representan un intrincado sistema de signos; no se trata de masticarlos y nada más, sino de tramitarlos con sabroso esmero. Comer es una operación simbólica que lleva a acuerdos y a desavenencias sin pronunciar palabra. «¿Te fijaste cómo vio lo que pedí?», dice el convidado suspicaz.

Si nuestra comida no fuera compleja difícilmente le concederíamos importancia: todo ritual depende de exigencias muy precisas. ¿Qué mérito social tiene comer papaya?

Cuando alguien dice: «Voy a un desayuno de trabajo», se refiere menos a los socios que encontrará en la mesa que a representarse a sí mismo en la abnegada faena de comer crepas de huitlacoche o tacos de chilorio.

Hay países exóticos donde la comida se considera una necesidad o un placer. En México es un acto de jurisprudencia. Sólo sabemos que alguien nos contrata o que alguien nos quiere de verdad si lo dice mientras un bocado nos arde en la boca.

Dos colegas que se detestan se pueden reconciliar pasándose la cesta de las tortillas en forma oportuna, o pelearse para siempre al escoger la tortilla de abajo, que sigue calientita, y dejar sólo la que ya se enfrió en la superficie.

Por si quedara duda de cuál es nuestro principal medio de comunicación, en las bocinas de los restaurantes suele aparecer una canción: «El teléfono es muy frío…»

¿Hay vida en la Tierra?
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