NOTA DEL AUTOR
EL CERN Y EL LHC
El CERN [3] es un laboratorio dedicado a la investigación fundamental en física nuclear y subnuclear (física de partículas elementales). Fue fundado a principios de la década de 1950 y está formado por un consorcio que agrupa una veintena de países. Es el laboratorio más importante del mundo en esta disciplina científica. Se encuentra cerca de la ciudad de Ginebra, extendiéndose a lo largo de la frontera entre Francia y Suiza.
Contrariamente a lo que imaginan algunas novelas recientes, no existen corredores secretos que comuniquen el CERN con el Vaticano ni bombas de antimateria. En cambio, cuenta con un impresionante complejo de aceleradores que han permitido numerosos descubrimientos de gran relevancia científica a lo largo de su más de medio siglo de existencia.
El LHC (Large Hadron Collider) es un gigantesco colisionador de partículas, el último de una larga serie de potentes máquinas construidas en el CERN. Los imanes superconductores que se extienden a lo largo de sus veintisiete kilómetros de circunferencia son capaces de acelerar haces de protones hasta energías de siete mil billones de electrón-voltios[4], muy superiores a las que se han alcanzado hasta el momento[5].
El LHC comenzó a proyectarse a finales de los años ochenta del siglo pasado y su construcción ha llevado más de una década. La fecha prevista para iniciar su operación es el año 2008, si bien serán necesarios uno o dos años más antes de que opere a pleno rendimiento. Una vez en marcha, el programa científico de esta instalación se extenderá por al menos una década.
Inicialmente el LHC colisionará protones, con el objetivo de producir nuevas partículas, como el bosón de Higgs o las partículas supersimétricas, que serán estudiadas por dos grandes detectores, llamados ATLAS y CMS.
Además de protones, el LHC puede colisionar iones de plomo, con el ánimo de buscar un nuevo estado de la materia denominado plasma de quark y gluones. Otro detector, llamado Alice, se dedicará al estudio de las colisiones de iones pesados.
LA TEXTURA DEL MUNDO
Los griegos creían que el universo podía reducirse a cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego. Antes de mediados del siglo XX, la física nuclear había redefinido esos elementos en términos de cuatro partículas elementales, protones, neutrones, electrones y neutrinos. Los dos primeros forman los núcleos atómicos. Los protones tienen carga positiva y su número determina el tipo de elemento en cuestión (el hidrógeno tiene 1 protón el oxígeno, 8; el oro, 79). El neutrón sólo se diferencia del protón en que carece de carga eléctrica. Los electrones tienen carga negativa, orbitan el núcleo atómico y compensan en número a los protones, de tal manera que los átomos son eléctricamente neutros. Los neutrinos aparecen como productos de desecho de las desintegraciones radiactivas.
En la segunda mitad del siglo XX, los experimentos con aceleradores, en el CERN y otros laboratorios similares, establecieron que protones y neutrones no eran partículas verdaderamente elementales (esto es, sin estructura interna), sino que estaban compuestos a su vez por objetos llamados quarks. En concreto, un protón contiene la combinación uud, mientras que un neutrón, la combinación ddu. La letra u se corresponde al quark up (arriba), y la d, al quark down (abajo). Los quarks tienen una carga eléctrica que es una fracción de la del electrón (el quark up tiene una carga +2/3, mientras que el quark down tiene una carga de -1/3). Los quarks están confinados por la llamada fuerza fuerte en el interior de protones y neutrones. Toda la materia ordinaria puede explicarse en función de estos cuatro objetos elementales: electrones, neutrinos y los dos tipos de quarks, u y d.
Sin embargo existe un tercer quark ligero, llamado quark extraño (o quark s, del nombre inglés strange). El quark extraño es una versión pesada del quark d (que se corresponde, dicho sea de paso, a una versión pesada del electrón llamada muón). Cuando sustituimos uno o más quarks d por quarks s, obtenemos las partículas extrañas que se observan experimentalmente. Por ejemplo, la partícula ∑+ está compuesta de la combinación uus y es, por tanto, equivalente a un protón en el que sustituimos el quark d por el quark s, mientras que la partícula Ξ0 se corresponde a un «neutrón extraño» uss, y la partícula Ω-, a un estado puro de materia extraña, sss.
MATERIA EXTRAÑA
¿Podrían crearse en las colisiones de iones pesados del LHC objetos equivalentes, digamos, a un núcleo de oro o de plomo, pero compuesto de hiperones; esto es, protones y neutrones extraños como la ∑+ o la Ξ0? No parece demasiado probable. Un núcleo es un objeto «frío», en el que protones y neutrones están ligados por energías del orden de la decena de MeV[6], mientras que las colisiones entre los núcleos de plomo resultan en una «temperatura ambiente» mucho más elevada, del orden de los 100 MeV. Incluso si uno de estos núcleos extraños (llamados MEMOs[7]) llegara a crearse, todo apunta a que se vaporizaría inmediatamente. El problema es similar al de crear un cubito de hielo en un horno a mil grados de temperatura.
Existen, sin embargo, mecanismos que permiten crear agregados de materia con alta densidad de quarks extraños. Un ejemplo es el caso de las llamadas estrellas de neutrones, objetos extremadamente densos que a menudo constituyen el remanente de la explosión de una supernova. En el núcleo de una estrella de neutrones la presión es tan grande que los quarks que componen los neutrones dejan de estar confinados en el interior de éstos y pasan a comportarse como partículas individuales comprimidas en una «sopa» que se denomina materia de quarks. Los quarks, al igual que los electrones, se caracterizan por obedecer el llamado principio de exclusión de Pauli, que prohíbe que dos de estas partículas se encuentren en el mismo estado de energía. Como consecuencia, a medida que la presión aumenta en el interior de una estrella de neutrones, los quarks que la componen van ocupando niveles cada vez más altos de energía.
En estas condiciones resulta ventajoso energéticamente crear quarks extraños (un quark s puede compartir el mismo estado de energía con un quark u o d, cosa que no ocurre entre dos quarks u o d). La capa de quarks extraños se crea inicialmente en el centro de la estrella, donde la presión es mayor y crece hacia fuera, absorbiendo los neutrones de las capas externas a medida que lo hace. La estrella de neutrones puede convertirse entonces en una estrella extraña.
No existen evidencias experimentales confirmadas de la formación de estos objetos en el universo, aunque algunas observaciones podrían ser compatibles con su existencia[8].
Las condiciones en el LHC son completamente diferentes. En una estrella de neutrones la materia se encuentra a alta presión y baja temperatura. En las colisiones de iones de plomo, por el contrario, las condiciones son de alta temperatura y baja presión. Se forma entonces el llamado plasma de quarks, que no es otra cosa que un gas donde los quarks se mueven libremente. El mecanismo de formación de una estrella extraña no se aplica en estas condiciones. Sin embargo existen modelos que predicen la formación de objetos con una alta cantidad de quarks extraños, llamados strangelets (en la novela, burbujas extrañas). Estos modelos especulan con la existencia de un mecanismo de «destilación» que enriquezca en quarks extraños el plasma de quarks. Además es necesario un mecanismo de «condensación» capaz de «enfriar» el plasma original hasta formar un objeto con un número grande de quarks extraños, esto es, una burbuja extraña[9].
Por argumentos análogos a los que hemos visto en el caso de una estrella de neutrones, existe la posibilidad de que una burbuja extraña sea un objeto absolutamente estable, capaz, por tanto, de absorber toda la materia ordinaria que entra en contacto con ella, creciendo en tamaño a medida que lo hace. Esto nos llevaría al escenario en el que se basa una de las tramas de la novela. Si una burbuja extraña producida en el LHC crece lo bastante (por ejemplo absorbiendo los núcleos de helio de los imanes superconductores que la rodean), la situación se asemeja a la conversión de una estrella de neutrones en una estrella extraña. El resultado final es la aniquilación total del planeta.
MATERIA EXTRAÑA: HECHOS Y FICCIÓN
El escenario anterior, de hecho, saltó a la prensa en 1999, con motivo de la operación del acelerador RHIC, en Brookhaven, Estados Unidos. Como consecuencia de la considerable inquietud creada entre la opinión pública, RHIC creó una serie de comités entre los que se contaban científicos de primera clase, que produjeron una serie de documentos en los que se argumenta de manera convincente que la probabilidad de un evento catastrófico como la aniquilación del planeta por la formación de materia extraña es ridículamente pequeña[10].
Estos argumentos no son difíciles de seguir. De manera cualitativa, pueden resumirse de la siguiente forma: a) la probabilidad de producir burbujas extrañas es muy pequeña, ya que es necesario condensar un objeto frío y denso en un medio extremadamente caliente —la metáfora del cubito de hielo en un horno, que ya hemos comentado—; b) es muy improbable formar burbujas de carga negativa, ya que para ello hace falta añadir muchos quarks extraños (de carga -1/3), mientras que resulta más económico mezclar quarks s y u, lo cual resulta en burbujas positivas —sólo es necesario un quark s para formar la ∑+ mientras que se precisan tres quarks s para formar la Ω-; c) una burbuja positiva no es problema alguno, ya que inmediatamente sería apantallada por los electrones presentes en el medio (además de ser repelida por los núcleos de helio con los que necesita reaccionar para devorar el planeta).
En Materia extraña, Irene de Ávila ha ganado notoriedad por un modelo que predice la formación de estrellas de neutrones. Como se ha visto, el mecanismo es plausible e incluso puede que existan observaciones experimentales que lo confirmen, como de hecho se pretende en la novela. A partir de su modelo, Irene realiza una «extrapolación» a las condiciones de alta temperatura y baja presión del LHC, que podría asimilarse a los modelos propuestos, por ejemplo, por Greiner y Heinz [7]. Finalmente obtiene una probabilidad de producción de burbujas extrañas del orden de 10-6. Este número es totalmente ficticio. En contraste, la probabilidad estimada en [8] es del orden de 10-35, muchísimos órdenes de magnitud inferior.
Posteriormente Irene predice que las únicas burbujas extrañas estables que pueden producirse en el LHC son metaestables (es decir, tienen vidas medias del orden de un microsegundo, lo cual podría ser plausible) y tienen carga positiva (lo cual, como hemos visto, es muy probablemente cierto). La última vuelta de tuerca ocurre cuando «descubre» que la probabilidad de que una burbuja extraña positiva y un núcleo de helio sufran fusión por efecto túnel es del orden de 10-4. Esta posibilidad es no menos ficticia que la alta probabilidad de formar una burbuja extraña.
Finalmente, en la conferencia de Irene en el CERN, Helena Le Guin, la directora, argumenta que los límites astrofísicos (el hecho de que los rayos cósmicos de altísima energía no hayan convertido todavía a la Luna en una estrella extraña) permite eliminar la hipótesis de formación de estos objetos en el LHC. Resulta instructivo leer los argumentos que se presentan en [8], así como el trabajo de Dar, De Rújula y Heinz[11] a este respecto.
En resumen, conviene insistir en que la situación que lleva a las drásticas acciones del desenlace, es puramente ficticia. La probabilidad de formar burbujas extrañas es mucho más remota de la que se inventa en la novela. Como físico de partículas, suscribo los argumentos que aseguran que el riesgo de que el LHC precipite el Armagedón es ridículamente pequeño. Es fácil imaginar cientos de desastres casi igualmente catastróficos y harto más probables, desde la siempre presente amenaza nuclear hasta la posibilidad de una epidemia devastadora.
No obstante, la hipotética amenaza de las burbujas extrañas contiene una nota que debe tomarse seriamente. No es del todo irrazonable suponer que una epidemia, por letal que fuera, o incluso una guerra termonuclear, dejaran algunos supervivientes. En cambio, la catástrofe que consideramos aquí supondría la aniquilación completa de toda la vida en la Tierra —y, por lo que sabemos hasta el momento, no sólo toda la vida, sino toda la inteligencia del universo—. La pregunta que surge entonces es: ¿debe permitirse la operación del LHC, si ésta puede implicar un riesgo, aunque sea ínfimo, dadas las catastróficas consecuencias?
Este tipo de argumentos han sido manejados por diversos autores, entre ellos por el astrónomo sir Martin Rees, en su libro Our Final Hour[12]. El razonamiento es el siguiente. Cuando un actuario calcula el precio de un seguro multiplica dos números, a saber: la probabilidad de que ocurra el accidente contra el que se extiende el seguro y el coste de ese accidente. El resultado se llama factor de riesgo y es la cantidad que permite decidir si un seguro es viable. No basta con que la probabilidad de una determinada desgracia sea pequeña, es necesario también que el coste de ésta no sea excesivo, para que el factor de riesgo permanezca pequeño.
El análisis de Rees sugiere que, por pequeña que sea la probabilidad de producir burbujas extrañas, el coste es esencialmente infinito, y por tanto el factor de riesgo, inaceptablemente alto. Esta actitud, no exenta de dogmatismo, tiende a forzar al estamento científico a posturas no menos radicales. Por ejemplo, la página web del CERN dedicada al tema[13] despacha los strangelets de una manera categórica que esencialmente equivale a afirmar que la probabilidad de que una catástrofe de este tipo ocurra es exactamente cero (en cuyo caso puede argumentarse que el factor de riesgo es nulo).
Lo cierto es que el «dilema de las burbujas extrañas» plantea una paradoja difícil de resolver, ya que el concepto de factor de riesgo está mal definido cuando la probabilidad de la catástrofe se aproxima a cero, a la vez que el coste se acerca a infinito. En mi opinión, esa paradoja es digna de debate y no debe zanjarse con argumentos simplistas.
Materia extraña pretende ser un fresco —con trazos impresionistas pero auténticos—, de un lugar extraordinario —el CERN—, una profesión y una manera de entender la vida. Aunque no es un roman à clé, cualquiera que haya trabajado en la gran meca de la física se ha tropezado —en el laberinto de pasillos, en la cafetería donde se escucha una docena de idiomas, en las aulas de seminarios en cuyas pizarras abundan los diagramas de Feynman— con Jozef Linsen y Helena Le Guin, Friedrich von Zhantier e Irene de Ávila, John Carpenter e incluso con el mismísimo Mauricio Gatto, salvaje feliz en su jungla de papel, escribiendo la función de onda del universo en una libreta de tapas oscuras.
NEUTRINOS Y NO PROLIFERACIÓN
Uno de los problemas que deben abordarse con urgencia, si la energía nuclear ha de continuar siendo una alternativa viable en un mundo cuyos recursos en hidrocarburos están disminuyendo, es el control de los desechos radiactivos y muy especialmente del plutonio, un elemento altamente fisionable que aparece inevitablemente en las barras quemadas de combustible en un reactor convencional.
Numerosos laboratorios tanto en Europa como en Estados Unidos están desarrollando detectores de neutrinos para medir la abundancia de elementos radiactivos en el interior de un reactor nuclear. La idea que en la novela atribuyo a Héctor Espinosa es antigua, si bien los detectores «portátiles» y «fáciles de mantener», semejantes a RAN, son de factura bastante reciente[14].
La producción de plutonio entre los productos residuales del combustible quemado en una central nuclear es uno de los mayores problemas a los que se enfrenta esa industria. Incorporar radares de neutrinos a todas las centrales nucleares y cementerios radiactivos del planeta, como tan fervientemente desea el mayor Espinosa ayudaría a minimizar los riesgos asociados a éste.