MENSAJE CIFRADO
LA VOZ DEL TENIENTE TRISCHUK llegó algunos segundos después de que se movieran sus labios. No era nada anormal. Héctor sabía que el fenómeno estaba relacionado con el protocolo de codificación y descodificación de la señal, enviada vía satélite desde el barco nodriza situado en pleno golfo Pérsico, a unas cincuenta millas de las costas de Irán. Pero aun así el efecto le produjo un escalofrío. Había algo de tétrico en aquellos labios que se movían en vano, en la voz en off desgajada del rostro.
—¿Qué tal va todo, socio? —preguntó, consciente de la presencia del cancerbero Velasco a su lado.
—Ni nombres, ni rangos, ni detalle alguno que pueda delatar la localización de RAN —había insistido antes de abrir la transmisión.
—Coronel, estamos utilizando una frecuencia privada con un doble cifrado. Es imposible interceptarnos, y si eso ocurriera, sería imposible descodificar los mensajes.
—No hay nada imposible, Espinosa. Aténgase al protocolo y no discuta.
Los labios de Trischuk formaron una palabra. El sonido llegó un instante después.
—Todo va estupendamente —dijo—. Papá Noel ya ha dejado el juguete en casa.
La mueca en la cara picada de viruela de Velasco mostraba su satisfacción por el hecho de que el teniente utilizara las claves acordadas. Héctor se mordió los labios, reprimiendo una sonrisa. El chico acababa de salir de la escuela de oficiales y estaba encantado jugando a los espías.
—¿Has desempaquetado el regalo?
—Ya lo creo. También hemos encendido el árbol. Ni una bombilla fundida.
La testarudez de Velasco. Cualquiera lo bastante listo como para romper una comunicación punto a punto y descifrar su contenido se estaría muriendo de risa con sus parrafadas infantiles, totalmente obvias. Pero lo importante era que el módulo RAN estaba ya instalado en el punto previsto, sumergido a poco más de un kilómetro del reactor nuclear de Bushehr. Instalado y funcionando a la primera.
—¡Vaya! Te felicito.
—El mérito es de todos, se… socio —dijo Trischuk.
—Okay —asintió Héctor—. Estoy listo para recibir datos.
El teniente puso cara de susto al oír la blasfemia. La frase oficial, recordó un segundo demasiado tarde, hubiera sido pedirle las fotos de los niños.
—Los mando de inmediato —dijo—. ¿Algo más?
—Eso es todo por hoy. Cuídate.
Cuando levantó la vista de la pantalla, constató que la expresión en el rostro del coronel no hubiera sido peor si acabara de estallarle el apéndice.
—No se enfade —dijo lo más amistosamente que pudo—. Sabe muy bien que la transmisión es la parte más segura de la operación.
—Se cree muy listo, ¿verdad, mayor? Demasiado listo para obedecer órdenes.
—Lo lamento —dijo Héctor—. La próxima vez llevaré más cuidado.
—Tengo cosas que hacer —replicó el coronel, levantándose de golpe—. Imagino que querrá estudiar los datos.
—Le avisaré en cuanto tenga algo.
Velasco se dirigió a la puerta de la sala de operaciones, recién acondicionada en uno de los sótanos de la misión diplomática de Estados Unidos frente a la ONU. Pero antes de franquearla se giró hacia él.
—¿Sabe lo que me jode de usted, Espinosa? Que crea poder limpiar la mierda del mundo sin ensuciarse las manos.
Antes de que Héctor encontrara algo apropiado que contestarle, el coronel había salido, dando un portazo.
* * *
¿Habría aquel tufillo a rancio flotando en el aire en todas las salas de la sede de la ONU en Ginebra? Olía a legajos disecados, mezclándose con los aromas superpuestos de desodorantes y lociones de afeitar. En aquella reunión, reparó Héctor, hasta los taquígrafos eran hombres.
En uno de los extremos de la mesa oval se agrupaban Mister PESC, Pullman y sus respectivos ayudantes, junto a los representantes de Francia e Inglaterra. Un poco más allá se alineaban los uniformes; un par de generales del Pentágono, sus homólogos europeos, Velasco y el capitán Dijstra, un holandés grandote y pelirrojo con insignias de la OTAN en la guerrera.
En el extremo opuesto de la mesa se sentaba el enlace oficioso con el secretario general de la ONU, un hombre flaco y de aspecto meditabundo llamado Richard Gregoire. Junto a él otros dos diplomáticos, sobre los cuales Velasco le había puesto al tanto un rato antes. El primero era un hombre de unos sesenta años, gordo, calvo y sudoroso. Se llamaba Yuri Popov y representaba los intereses de Rusia. El segundo era un hombrecillo vestido de negro con grandes gafas de pasta y aspecto de rabino. Se trataba de Simón Geldman, del Ministerio de Defensa israelí.
Supuestamente aquel grupo heterogéneo gestionaba la operación Alerta.
—El nombre no está mal, ¿verdad, mayor?
La sonrisa sardónica de Velasco, unos instantes antes de entrar en la sala de reuniones. Lo había abordado como un carterista, llevándoselo a una esquina casi a empujones, mientras Dijstra interponía su contundente anatomía entre ellos y el resto de los asistentes.
—A los burócratas les gustan los nombres resultones —Velasco se rozó las mejillas con la punta de los dedos, como si quisiera borrar las diminutas marcas que las cubrían—. Y las reuniones grandes. Mucha gente. Demasiada gente. Sólo falta invitar a la prensa.
—Supongo que es inevitable.
—Supone mal. Es imposible decidir nada en una asamblea así. Aunque tampoco hay necesidad. Esto de hoy no es más que un espectáculo para contentar al Pentágono, a los jerifaltes europeos y al secretario general de la ONU. Para eso montamos este circo.
El circo había empezado ya y el ruso Popov parecía querer apropiarse del rol de jefe de pista. Se levantó de su asiento resoplando, las mejillas coloradas como si hubiera vaciado una botella de vodka antes de entrar. Sonrió a todo el mundo y se quitó la chaqueta, dejando al descubierto una camisa con dos grandes manchas de sudor bajo las axilas, al tiempo que solicitaba la palabra a Mister PESC.
—Quiero expresarles la satisfacción de mi gobierno por haber sido invitado a participar en esta operación —dijo, inclinando su cabezota en una especie de reverencia—. Tengan la seguridad de que Rusia desea garantizar la máxima transparencia en el uso pacífico de la energía nuclear en Irán.
Hubo un ligero murmullo de asentimiento. Gregoire levantó la mano. Su aire indefenso parecía el del payaso triste que termina apaleado al final de la función.
—Caballeros, como simple observador sin ninguna representación oficial, entendería perfectamente que en caso de tratarse algún tema delicado, mi presencia en esta reunión no se estimara necesaria.
Su intervención era una pura formalidad. Si Pullman o mister PESC no le quisieran allí, les hubiera bastado con no invitarle. El alto comisionado europeo completó el ritual, dedicándole una sonrisa de maestro de ceremonias.
—Cuenta con toda nuestra confianza, señor Gregoire.
Otro murmullo, un revuelo de carteras y ordenadores personales abriéndose y era el turno de Velasco, tan incómodo de paisano como un cobrador de seguros, tan seco y desabrido como un humorista amargado, contando chistes sin gracia.
—La instalación del monitor de uranio en las proximidades de la central nuclear de Bushehr ha sido un éxito. El dispositivo funciona perfectamente y está operando de acuerdo al plan previsto…
Había que reconocer que Velasco predicaba con el ejemplo. Ni un nombre, ni un detalle, ni un dato si no se los arrancaban con tenazas.
—¿Señor Geldman? —dijo Pullman cuando el coronel hubo terminado su vacío informe.
—Sólo quiero añadir que nuestros contactos locales están sobre aviso y dispuestos a intervenir si fuera necesario. —El rabino sonreía, azorado, como disculpándose por añadir su laconismo al del coronel.
Su turno. El funambulista.
—Doctor Espinosa —dijo Pullman—. Cuando quiera.
Héctor conectó su Macintosh al proyector de diapositivas mientras uno de los taquígrafos atenuaba las luces de la sala.
—Abúrrales con detalles técnicos y deles tan poca información como sea posible —pareció repetir el coronel en su oído.
—El monitor al que se ha referido el coronel Velasco es un tipo de dispositivo que llamamos RAN, acrónimo del nombre Radar de Neutrinos. Estas partículas se producen copiosamente en las fisiones nucleares. El número de neutrinos que escapa de un reactor es proporcional a las cantidades de uranio y de plutonio que se almacenan en éste.
La medida precisa de este número, así como del espectro de energía de los neutrinos, permite estimar las cantidades de ambos elementos presentes en la reacción…
Cuando terminó su charla, cuarenta transparencias más tarde, todo el mundo parecía tan agotado como pretendía Velasco, excepto el ruso, que empezó a aplaudir con entusiasmo. Héctor se fijó en sus manos, que le delataban más que si hubiera acudido a la reunión con un revólver al cinto. Eran como las de su padre, rudas y con dedos gruesos y crueles.
—Una brillante idea, mayor Espinosa.
—¿Disponemos de resultados iniciales? —preguntó Pullman.
Héctor mostró un gráfico en el que se veían doce puntos rojos, distribuidos en torno a una línea horizontal de color gris. Tres de ellos caían por encima de la línea; otros cuatro, muy cerca de ésta pero aún en la parte superior; tres, prácticamente coincidiendo con el trazo gris, y dos ligeramente por debajo.
—Los puntos rojos representan el número total de neutrinos producidos durante los últimos doce días en Bushehr —apuntó—. La curva gris es la que correspondería a la cantidad nominal de uranio en el reactor. Aún es pronto para discernir si existe una discrepancia. Necesitaremos entre tres y cuatro meses para conseguir una medida significativa.
Mentira, pensó, mientras desconectaba el ordenador y regresaba a su asiento. Sabrían a qué atenerse en la mitad de ese tiempo. Pero Velasco se lo había dejado muy claro.
—Quien no sabe, no delata.