UNICORNIO HERIDO

LLEGARON AL PORTAL. Esa era la ocasión en la que la monja boba se daba la vuelta y corría escaleras arriba, no fuera que su galán osara insinuarse.

Excepto que los roles seguían invirtiéndose. Mientras descendían a lo largo de Broadway, camino de Greenwich Village, donde se encontraba la residencia en la que Héctor se alojaba, Irene había respondido a sus preguntas con las mismas calculadas dosis de verdad que él le administraba en otros tiempos. Le había hablado del artículo de Matthieu y consiguió que Héctor rechinara los dientes y jurara en lengua yoruba. Le había descrito con todo lujo de detalles su fracasada charla en el CERN, la emboscada de sir James, la bravuconería de Friedrich von Zhantier, la traición de Helena Le Guin.

—El caso es que Reeves no andaba tan desencaminado. He aprovechado estas semanas en casa para estudiar la probabilidad de que una burbuja extraña reaccione con un núcleo de helio por efecto túnel y es sorprendentemente alta. ¡Una entre cien mil, nada menos!

—¿Y eso te parece alto? Yo diría que es un número muy pequeño.

—¿Te subirías en un avión si te dijeran que tienes una posibilidad entre cien mil de estrellarte?

Él la miró con una sonrisa guasona. Tuvo que reconocer que no había sido un símil muy afortunado. El hombre que caminaba a su lado, cojeando todavía un poco, acababa de regresar de los infiernos y ella pretendía meterle miedo con probabilidades infinitesimales.

—En fin, lo que cuenta es el producto de esa probabilidad por el número de burbujas extrañas que se producen en Omega.

—Tu modelo predecía un número grande, ¿no?

—Pero los resultados de Omega lo desmienten.

—¿Seguro? El tal Friedrich no parece demasiado de fiar.

—Helena Le Guin ordenó un estudio independiente a un profesor de Oxford que aborrece a Von Zhantier. Confirmaron la ausencia de señal. Hay que aceptar la verdad. Aún no sé dónde, pero soy yo quien se equivoca.

—¿Y ahora? ¿Cuándo vuelves a Ginebra?

Llevaba toda la tarde esperando la pregunta, sabiendo que llegaría antes o después, temiéndola. La hora de la verdad.

—No sé si quiero volver.

—¿Por qué? Un cálculo equivocado no es el fin del mundo. No eres el tipo de persona que abandona al primer fracaso.

Merde!

El primer juramento era siempre en francés, al menos cuando lo hacía para sus adentros. ¿Qué diría Héctor si supiera de la yonqui, de la golfa, de la mujer de Boiko? ¿Abandonar al primer fracaso? ¡Peor! Había cogido una rabieta digna de Corinne, tirando la casa por la ventana, quemando sus naves, lanzándose de cabeza al arroyo.

—¿Qué te pasa? Te has quedado muy seria.

—No es nada. ¿Qué planes tienes tú?

—Voy a regresar a Ginebra. Todavía aspiro a que RAN forme parte algún día de las directivas de la ONU.

—Te deseo que tengas éxito. De todo corazón.

—Ven conmigo. Tu trabajo está allí. Podemos empezar algo… Juntos.

Excepto que Boiko jamás lo permitiría. Excepto que Ginebra era una ciudad demasiado pequeña para ellos tres. Pero era más fácil atacar que confesarse.

—¿Hasta que te destinen a otro sitio? ¿Hasta la siguiente misión secreta?

—Voy a dejar el ejército, Irene. Está ya acordado con el senador Pullman.

Héctor había tomado su mano y la apretaba con fuerza.

—Vuelve conmigo. Por favor.

—Hace tres meses desapareciste de mi vida sin explicaciones. Llevamos juntos unas pocas horas. Dame un respiro.

Touché. La mano que apretaba la suya se quedó sin fuerza, la soltó al cabo de unos instantes.

—Tienes razón. Perdona.

Y, sin embargo, a medida que se acercaban a la residencia, la idea de abandonarlo y regresar sin él a casa se le hacía insoportable. Quizá podían ir a tomar una última copa, alargar un rato más el paseo, quizá…

Apenas llegaron al portal Héctor se dio la vuelta y salió corriendo escaleras arriba.

—Te llamaré mañana —dijo cuando se encontraba a una prudencial distancia.

* * *

Era un largo trecho hasta Upper West Manhattan para ir a pie de regreso y se estaba haciendo tarde.

Pero no le apetecía parar un taxi.

La ciudad se iba vistiendo de noche, enjoyándose con mil neones multicolores.

Caminó durante un largo trecho, absorbiendo la vida a su alrededor. Había mucha gente en la calle, aprovechando la breve y furiosa primavera de Nueva Inglaterra, que ya empezaba a decantarse hacia un verano tórrido y húmedo. Docenas de restaurantes ofrecían todas las posibilidades culinarias del planeta. Se cruzó con un grupo de adolescentes que llevaban monopatines bajo el brazo, vestidos con pantalones anchos y estratégicamente caídos a fin de mostrar la ropa interior de marca. Un poco más allá una de las aceras estaba tomada por un grupo de chicos bailando hip hop. Grupos de turistas se apresuraban, camino de los espectáculos de Broadway.

A la altura del edificio Dakota tuvo el impulso de acercarse a la lápida que conmemoraba a John Lennon.

Era poco más que un nombre para ella, una figura vaga, romántica, cuyas canciones emocionaban a sus padres. Pero la pequeña lápida, en una esquina del parque, tenía algo de capilla, de lugar sagrado, donde recogerse unos instantes.

Sentía la necesidad de rezar una oración. Por su tío Ramin, por los abuelos que nunca conoció, por los muertos cuyas sombras se extendían en la gran oscuridad que abarcaba el silencio de Leila. No había rezado nunca. No sabía siquiera a qué Dios dirigirse. No importaba. Alguien la escucharía.

El monumento estaba desierto, excepto por un hombre en chándal, con la capucha echada sobre la cabeza. Quizá, se dijo, también él oraba por sus difuntos. No podía distinguirle el rostro, pero había algo muy familiar en los hombros anchos y la musculatura sobredesarrollada que ni siquiera el amplio chándal disimulaba. Irene se fijó en el tatuaje en el dorso de su mano.

Era la cabeza de una serpiente.

* * *

—¿Qué opinas, Sandro?

Alessandro Calvetti examinó atentamente el gráfico que Helena le tendía, repasando la distribución angular de las burbujas extrañas con la boquilla de su pipa.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó al fin.

—Un correo electrónico de John Carpenter. Me lo envió anoche hacia las dos de la mañana. Aparte del gráfico, lo único que decía el texto era que Friedrich miente.

—¿Has hablado con él?

—Llevo toda la mañana llamándole por teléfono. No contesta.

El traje azul marino, muy formal, no le sentaba bien a Calvetti. Se le veía envarado e incómodo, llevaba el nudo de la corbata subido hasta la nuez.

—Vengo de reunirme con los delegados del Consejo —dijo mientras se lo aflojaba—. A pesar de las intrigas de Jozef, he conseguido el apoyo de la mayoría para el programa de alta intensidad.

—Si este gráfico significa lo que yo pienso, deberíamos pensárnoslo dos veces, amigo mío —Helena agitó el papel como un fiscal exhibiendo el cuerpo del delito—. Hay más de diez mil entradas, todas exactamente en la región predicha por Irene de Ávila. ¿Te das cuenta de las implicaciones?

—¿Cómo explicas que el grupo de Oxford no encontrara señal?

—Acabo de hablar por teléfono con Archibald. Su análisis parte de una DST preparada por John. Es factible que la señal de las burbujas haya sido filtrada.

—¿Quieres decir que Carpenter falseó los datos? —exclamó Calvetti.

—Es la única explicación que se me ocurre.

—¿Has hablado con Friedrich?

—Todavía no. Antes quiero tener una charla con Carpenter. ¿Te das cuenta, Alessandro? ¡El programa de alta intensidad podría producir cien mil burbujas extrañas en un año!

—¿Y qué? Parece absolutamente claro que son positivas, ¿no? Es imposible que reaccionen con la materia.

—Excepto si sufren fusión por efecto túnel.

Dai, Helena! —exclamó Calvetti—. Una cosa es ser prudentes y otra prestar atención a las memeces de sir James. ¿Con qué probabilidad puede darse un fenómeno tan raro?

—No lo sabemos. Bastaría con una entre cien mil para producir una fusión inicial entre la burbuja y un núcleo de helio, capaz de iniciar una reacción en cadena. Es un riesgo que no podemos permitirnos.

—Lo único que no podemos permitirnos es seguirle el juego a sir James. En el momento que le demos la razón, en el momento que admitamos la más mínima duda, estamos listos. Nos echará encima a la prensa. ¿Te imaginas lo que escribiría un desaprensivo como ese Matthieu Marquet si aceptamos que podría existir un riesgo por mínimo que fuera? ¿Te imaginas los titulares? Científicos del CERN podrían destruir la Tierra. ¿Te imaginas la reacción de los políticos? El único número que la gente entiende, el único que podemos darles es cero. La probabilidad de una catástrofe tiene que ser nula. ¡No pongas esa cara! ¡No hago más que repetir tus propios argumentos de hace unos meses!

—Hace unos meses no teníamos evidencias…

—¡Qué evidencias! ¡Ni siquiera sabemos si existe un problema hasta que hablemos con Carpenter! Quizá se trate de un broma de mal gusto.

En ese momento sonó el teléfono. Megafonía le avisó antes de que descolgara el auricular.

—Algo va mal.

Cierto. Heike tenía órdenes de bloquear cualquier llamada que no fuera de importancia capital durante su entrevista con Calvetti. Una buena noticia hubiera podido esperar otra media hora.

—Helena Le Guin al aparato.

—Philippe Dufour —dijo una voz varonil al otro lado de la línea—. Soy el médico de cabecera de John Carpenter.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Se encuentra John bien?

—John sufrió un infarto esta madrugada —respondió el médico—. Consiguió avisar al servicio de urgencias antes de desvanecerse. Hemos hecho lo posible por salvarlo.

Silencio. Calvetti acariciaba la cazoleta de su pipa, como quien conforta a un bebé que llora.

—John recuperó brevemente la conciencia hace un par de horas. Me pidió que la llamara por teléfono. Entiendo que le envió algo antes del infarto. Un correo electrónico. Me pidió que le dijera… No era demasiado coherente, pero me pareció comprender que su mensaje era claro, señora Le Guin. Quería que usted supiera que no le ha mentido.

Autocontrol apenas daba abasto para mantener sus ojos secos, el tono de su voz controlado.

—¿Ha muerto?

—No ha sufrido en absoluto —dijo el doctor.

* * *

—¿Qué haces aquí? —preguntó Irene.

Boiko no contestó, limitándose a clavar en ella sus grandes ojos de querubín triste.

—Escucha, Igor…, lamento haberme marchado de Ginebra sin avisarte. Yo…

La sonrisa angelical, si los ángeles traficaran con coca. La cicatriz bajo el ojo era como un navajazo en el rostro de Monalisa.

—Boiko te esperaba. Cada noche.

—Se acabó, Igor —dijo Irene, desviando la mirada—. No podemos seguir juntos.

Boiko la tomó del brazo suavemente, tirando de ella hacia un banco cercano y le hizo un gesto para que se sentara. La expresión de su rostro no había cambiado, como si no hubiera escuchado lo que acababa de decirle.

—¿Ya no quieres a Boiko?

—Escúchame, por favor. Lo nuestro no podía funcionar. Somos demasiado diferentes.

—¿Boiko no es bastante para ti?

Aquella conversación no tenía sentido. Era imposible que la entendiera. Era imposible comunicarse con él, siempre lo había sido.

—¿O es que prefieres a mi tovarich americano?

Tenía que cortar por lo sano. Inmediatamente.

—Tengo que irme —dijo, levantándose del banco—. Lo siento de veras.

Boiko no hizo ademán de seguirla. Se recostó en el banco y alzó la cabeza, como si quisiera distinguir las invisibles estrellas. Irene echó a andar sin mirar atrás. Había alcanzado ya el lindero del parque cuando alguien la agarró fuertemente del brazo. Antes de que pudiera gritar una mano le cubrió la boca. Reconoció el pelo largo y grasiento, recogido en una cola de caballo, los antebrazos peludos, la nariz rota del tipo que la retenía.

Era Klaus.

* * *

Nadie llama a las cuatro de la mañana con buenas noticias.

Una voz le ordenó salir a la calle y echar a andar a lo largo de Broadway. El acento y el tono bravucón eran familiares. Supo desde el primer instante que se trataba de Irene.

—Tenemos a la chica.

Saltó de la cama y empezó a vestirse sin despegar el teléfono móvil de su oreja.

—¿Qué queréis? ¡Déjame hablar con ella!

—Tienes cinco minutos. Ven solo y desarmado.

Calma, pensó, mientras se vestía con el chándal de algodón que solía llevar al gimnasio de Marcel, echaba mano de su pistola, comprobaba el cargador, la amartillaba y se la metía en el bolsillo, haciendo caso omiso de las instrucciones del secuestrador. Calma. Tenía que mantenerse calmado. Controlar el vértigo. No mirar hacia abajo.

Distinguió el BMW circulando al ralentí apenas salió a la calle. Se acercó, andando con paso rápido pero sin correr, la mano en el bolsillo de su sudadera, empuñando la pistola. El carro se detuvo y alguien abrió de un empujón la puerta del copiloto. Héctor saltó al interior del automóvil con el arma en la mano.

—Guárdate eso —exigió el conductor. Héctor reconoció al gordo de la coleta, al que había partido la nariz meses atrás—. Si el jefe no te quisiera para él, ya estarías tieso.

Por toda respuesta Héctor apoyó el cañón de la pistola en su mandíbula mientras echaba un rápido vistazo al asiento trasero para comprobar que no había nadie más en el auto.

—¿Dónde está Irene?

—Está con Boiko. Tengo órdenes de llevarte con ellos. Si no haces lo que te digo, la chica morirá. Tira esa pistola.

A pesar de la bravuconería en la voz, el tipo sudaba a mares y su sudor apestaba. Era un olor acre, familiar, aspirado muchas veces en el ring. Un olor que delataba el miedo de su enemigo.

—Boiko va a llamar de un momento a otro —dijo el gordo—. Si quieres volver a verla, más te vale que…

Estrelló el puente de la pistola contra su boca sin dejarle terminar la frase. El gordo se llevó las manos a la cara, gritando de dolor, escupiendo sangre y algún trozo de diente. Héctor le agarró por la cola de caballo, tirando violentamente hacia atrás y forzó el cañón de su arma en el interior de la boca ensangrentada, apretando contra el paladar.

—Vuelve a hablar sin mi permiso y te mato —murmuró.

El otro asintió como pudo, alzando hacia él las manos ensangrentadas. Sonó el teléfono. Héctor le hizo un gesto para que contestara, poniéndole la pistola en la sien. El gordo dijo un par de frases en ruso con voz sorprendentemente neutra y cortó la comunicación.

—Era el jefe —dijo—. Nos está esperando.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Héctor sin apartar la pistola.

—Kla… Klaus.

—Escucha, Klaus. Sería una pena que te saltara los sesos por una disputa que no te concierne. ¿Me entiendes?

Klaus asintió. Seguía sangrando a borbotones por la boca y la nariz.

—¿Tienes un pañuelo?

Klaus señaló hacia la guantera. Héctor cambió la pistola a su mano izquierda y tanteó con la derecha hasta encontrar un paquete de kleenex.

—Límpiate —dijo—. Y acuérdate de lo que te he dicho.

El gordo se cubrió la boca con un pañuelo de papel, escupió, empapándolo de sangre, repitió la maniobra varias veces. Héctor encontró una botella de vodka en la guantera.

—Da un trago. Enjuágate un poco. ¿Dónde están?

—Bronx Park. Boiko nos espera en el aparcamiento principal.

—¿Cuántos más sois?

—Nadie más. Sólo Boiko y yo.

—¿Seguro? —preguntó Héctor, metiéndole el cañón de la pistola bajo la papada.

Klaus se puso rígido y emitió un gruñido de angustia. Sus ojos giraron hacia arriba, hasta casi ocultar sus pupilas. Héctor temió que se desmayara.

—Aguanta, hombre —dijo, palmeándole el rostro.

Los ojos se le iban detrás de la pistola. No le causaría problemas.

—¿Puedes conducir?

Un gesto afirmativo con la cabeza. El hombre no estaba para conversaciones.

—Vamos entonces.

Atravesar el Bronx era como atravesar una ciudad devastada por la guerra. Calles desiertas que repetían una y otra vez el mismo patrón de asfalto bacheado, casas arruinadas y miseria. A medida que se acercaban al parque, aumentaban las fachadas que parecían haber recibido el impacto de un obús. Una docena de chatarras calcinadas, arrumbadas contra las pared ennegrecida de un almacén con las ventanas reventadas, le trajo a la mente las reflexiones de Razavi. Aquel barrio se encontraba a unos pocos kilómetros de las lujosas tiendas de la Quinta Avenida, pero igualmente podría haberse encontrado en otra galaxia.

El parque del Bronx. Inhóspito, en la hora que precedía al amanecer, incluso para las alimañas. Klaus enfiló hacia un aparcamiento desierto, excepto por un par de carcasas quemadas hasta las ruedas y una furgoneta blanca, estacionada junto a la única farola iluminada.

—Es aquí —dijo, ralentizando la marcha.

—¿Dónde están?

Klaus señaló la furgoneta. La sangre se había secado alrededor de los labios y la barbilla formando surcos oscuros que corrían a lo largo de ésta. Sus dientes castañeteaban como si estuviera helado de frío.

—Ahora lárgate —dijo Héctor—. La próxima vez que te vea la jeta te pego un tiro.

Klaus bajó del carro y echó a correr en dirección al parque. Héctor le siguió con la pistola amartillada.

—¡Boiko! —gritó.

La puerta trasera de la furgoneta se abrió, bloqueando su visión. Un instante después distinguió, muy juntos, los bucles rubios del ruso y la cabellera pelirroja de Irene.

Boiko no parecía ir armado. Llevaba una camiseta de tirantes, que dejaba al descubierto sus despiadados hombros y pectorales. Un tatuaje corría a lo largo de todo su cuerpo. Era una pareja de serpientes enlazadas, cuyo tronco común se desgajaba en dos gruesas boas que se deslizaban a lo largo de sus increíbles brazos. Una de ellas se enroscaba en torno al cuello de Irene. Su enemigo sonreía y la apretaba contra sí como un enamorado. Héctor tuvo la certeza de que podía desnucarla con un simple movimiento de aquellos músculos brutales. Irene parecía drogada. Sus ojos estaban vidriosos; sus músculos, laxos. Había dejado de luchar, como si la pitón la hubiera hipnotizado.

Un unicornio herido.