GALILEO EN ROMA
CALVETTI LE SONRIÓ, AGRADECIDO.
—Temí que no quisieras venir —dijo.
—No podía negarme —contestó Helena—. Son obligaciones del cargo.
—Podías haber delegado en Linsen —bromeó Alessandro, buscando restablecer aunque fuera un retazo de la antigua complicidad, rota por los últimos acontecimientos.
—Hubiera sido lo apropiado —contestó ella—. Para que se vaya acostumbrando a ejercer de nuevo el cargo.
—No digas eso, Helena. Si el programa de alta luminosidad resulta un éxito…
—Jozef y sus amigos repetirán a los cuatro vientos que me opuse a él.
Calvetti sacó su pipa del bolsillo, a pesar de que era impensable que la encendiera, al menos mientras durara la ceremonia en la sala de control.
—Un fetiche —anunciaron por Megafonía—. También Sandro está solo.
No se le había ocurrido, pensó. A pesar de la amistad de tantos años, hablaban poco de sus respectivas vidas personales. Alessandro estaba divorciado, tenía un par de hijos veinteañeros estudiando en Estados Unidos y se rumoreaba que mantenía una discreta relación con cierta abogada de los servicios legales del CERN. Quizá los altavoces exageraban, pero la forma en que acariciaba la cazoleta de su pipa le recordaba la ansiedad con que ella hacía lo propio con su pluma. Los dedos, huérfanos del contacto de otra piel, conformándose con el tacto familiar de un objeto querido.
—Helena, lo siento mucho…
—No empieces otra vez. Ya hemos hablado del tema. Hiciste lo que creías correcto y respeto tu decisión.
—Sólo quería…
—Shhh. Te vas a perder el discurso.
Makoto Sakuda, el director de la División de Aceleradores, se esforzaba con unas explicaciones que traían sin cuidado a la mayoría de los presentes, describiendo la serie de mejoras que habían permitido aumentar la intensidad de los haces. Jozef Linsen, bien rodeado de varios delegados, asentía mientras pensaba en las musarañas. El único que no ocultaba su impaciencia era Friedrich. Miraba una y otra vez su reloj, llevándoselo a la nariz con grandes aspavientos, como contando los minutos que faltaban para que la academia sueca le comunicara la buena nueva.
Sakuda terminó su discurso y se inclinó ceremoniosamente hacia ella, cediéndole la palabra.
Era cuestión de ser breve. Friedrich tenía prisa. Por qué no darle el gusto.
—Señores, es para mí un placer inaugurar el programa de alta intensidad de iones pesados. Estoy segura de que estamos en el umbral de un gran descubrimiento.
Un gran descubrimiento. Una burbuja formándose cada minuto de colisión de haces. Si la probabilidad de fusión no era lo bastante pequeña, cada instante de operación del LHC equivalía a jugar a la ruleta rusa con un revólver apuntando al planeta.
Era imprescindible abordar ese cálculo. Asegurarse por todos los medios de que era imposible iniciar una reacción por efecto túnel. Y, sin embargo, nadie parecía interesarse en absoluto por esa posibilidad. Incluso Calvetti le había dado la espalda.
—Dai, Helena. No seas supersticiosa.
No era la primera vez que ocurría. Quinientos años atrás, durante su juicio en Roma, Galileo había ofrecido su telescopio a los príncipes de la Iglesia, rogándoles que se cercioraran por sí mismos de que la Luna no era un globo de cristal perfecto, sino un planeta muerto, cuya torturada superficie revelaba los impactos de eones de catástrofes.
Los cardenales, por supuesto, no habían mirado.
* * *
—¡Suelta a la chica, Klaus! —gritó Héctor—. No tienes nada contra ella.
Klaus se echó a reír, si es que aquel ladrido de hiena merecía tal nombre.
—Ahora soy yo quien tiene la pistola, colega —dijo, encañonándole.
Héctor supo que iba a disparar, pero no era miedo lo que sentía, sino furia. ¡Acabar así, a manos de un miserable!
A su espalda, Boiko rugió una orden en ruso. Klaus se giró hacia él, como protestando o disculpándose, y soltó la mano que aferraba la cabellera de la muchacha.
—¡Irene! —gritó Héctor—. ¡Ponte a salvo!
Pero ella ya se había abalanzado sobre Klaus, golpeándole el rostro. Este reaccionó instintivamente propinándole un violento revés que la arrojó al suelo.
Héctor se precipitó hacia el gorila, pero Boiko, cojeando, fue mucho más rápido. Klaus retrocedió, gritando aterrorizado.
—¡Boiko! Niet!
Crac.
Boiko se había quedado inmóvil, todavía en pie, detenido en plena carga. Una mancha carmín se extendía por el lomo de la serpiente que corría por su pecho. La contempló un instante y se llevó los dedos a la herida, estudiando la sangre que los empapaba, como asombrado. Luego se giró hacia él.
—Boiko odia las pistolas, tovarich.
—¡Igor! —gritó Irene, corriendo hacia él—. ¡No!
Boiko alargó una mano hacia ella, el mismo gesto con el que le había acariciado el cabello antes de liberarla. Un instante después se había derrumbado. Irene le abrazó, gimiendo.
Con un esfuerzo enorme Héctor apartó la mirada para encontrarse con los ojos desquiciados de Klaus y el cañón de su pistola apuntándole. Supo que era su turno. Ni siquiera sentía ya rabia. Si acaso tristeza, una infinita tristeza. Cerró los ojos.
Crac, crac.
Por alguna razón seguía en pie. Klaus, sin embargo, yacía boca abajo con la cabeza ensangrentada.
Había dos hombres más en el aparcamiento. Uno de ellos era corpulento, pelirrojo y llevaba una pistola humeante en la mano. El otro tenía la cara picada de viruela.